9 de febrero 2020
El ‘youtuber’ Miquel Montoro
En los últimos días he leído y escuchado
comentarios de diversa índole sobre la figura del joven youtuber Miquel
Montoro. Entre los comentarios elogiosos destacan los que
celebran que frente a la intensificación del turismo y sus
excesos el niño payés se ha convertido en un referente mediático
de una mallorquinidad friendly arraigada en valores
como el campo, la lengua, la gastronomía y las costumbres
locales. Entre los comentarios malintencionados llama la
atención el reciente tuit de Esther Sanz, concejala de Seguridad
y Familia de Vox en el municipio madrileño de Fuente el Saz, que
arremetía contra el niño por no saber “hablar castellano en
condiciones y con naturalidad”.
La sensación que tengo es que ninguno de los
comentarios que he leído ha tenido la perspicacia de mirar con
ojos de niño lo que observan desde la perspectiva adulta. A los
niños hay que verlos con la mirada de un niño. Ya lo advertía
Henri Matisse en 1953 cuando evocaba la necesidad de aprender a
ver la vida a través de los ojos de un niño. Para Matisse, la
mirada infantil es una mirada en buena medida desprejuiciada en
la que se entremezclan curiosidad y misterio, la alegría de
explorar y conocer el mundo. Se trata de mirada que permite
desaprender y resignificar los modos habituales de ver, sentir y
actuar. Los niños no solo reproducen la cultura, sino que
también la producen. El abandono de la mirada infantil provoca
una serie de efectos entorpecedores, como el distanciamiento de
uno mismo y de nuestra curiosidad epistemológica, la dificultad
para situarnos dialógicamente frente al otro y la falta de
coraje para pensar, crear y transgredir. No resulta extraño, en
este sentido, el elogio que Walter Benjamin hace de la infancia
cuando reivindica su potencial crítico y utópico, aquello que en
otros términos llama la “ilimitada fuerza curativa de la vida
infantil”.
El potencial crítico de la mirada infantil
puede observarse cuando, por ejemplo, El Principito pone
en tela de juicio la racionalidad instrumental por la que se
rigen muchos comportamientos razonables de los adultos: “A los
mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla de un nuevo
amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del mismo. Nunca se les
ocurre preguntar: «¿Qué tono tiene su voz? ¿Qué juegos prefiere?
¿Le gusta coleccionar mariposas?» En cambio preguntan: «¿Qué
edad tiene? ¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su
padre?». Solamente con estos detalles creen conocerle”. Una
crítica similar de la racionalidad calculadora es la que expresa
Miquel Montoro cuando invita a apoyar el comercio de proximidad
frente a las grandes cadenas de supermercados, que en ocasiones
cuentan con un largo historial de explotación laboral,
atropellos medioambientales y evasión de impuestos: “No valoráis
lo que es un producto bueno. Puede ser que el bueno valga 50
céntimos más. Que sí, que lo fácil es ahorrar, pero tú no sabes
los medicamentos que lleva el barato”. Sin saberlo, la mirada
infantil de Miquel es promotora de un consumo crítico.
Del mismo modo, cuando se involucra en
actividades impropias de un niño de su edad, como enseñar a
hacer queso con leche de cabra, a hacer una ensaimada o a
sembrar patatas, Miquel transmite unos valores que chocan
frontalmente con los dictados de la sociedad consumista. Vivimos
en una sociedad en la que el sentido de pertenencia está
vinculado a la acumulación de cosas (juguetes, en el caso de los
niños). Para el capitalismo aprender significa acumular y
competir. Actividades como el arado, la siembra y la cosecha nos
conectan con la experiencia del tiempo rural, un tiempo lento y
circular que se opone a la tiranía de la prisa propia del tiempo
urbano, lineal y acumulativo. Por ello la experiencia infantil
de Miquel nos acerca a la filosofía del movimiento slow,
que plantea vivir más despacio para vivir mejor.
La sociedad actual parece sufrir una especie
de ceguera progresiva que la vuelve incapaz de ver que reproduce
comportamientos que atrofian cada vez más nuestra visión,
nuestro sentido crítico frente a las heridas del mundo. En Ensayo
sobre la ceguera, José Saramago narra cómo una ceguera
blanca, fulminante, va atacando, uno tras otro, a los habitantes
de una ciudad. Esta pérdida de la visión pone en evidencia lo
peor del ser humano. En la novela, Saramago alerta de que en una
sociedad de ciegos es importante que alguien asuma
“la responsabilidad de tener ojos cuando otros los han perdido”.
Recuperar la mirada infantil es una forma de
contribuir a esta responsabilidad. No se trata de adentrarse en
el síndrome de Peter Pan, sino de reaprender a usar los ojos
para vencer nuestra ceguera y ver más allá de lo que nos imponen
o consienten. Hablo de una mirada que puede acompañarnos durante
toda la vida, no necesariamente vinculada a una etapa
cronológica. Recuperar esa mirada significa restaurar la
infancia como metáfora, como lugar de resistencia ante tanta
brutalidad y tanta injusticia; asumir nuestra condición de seres
inacabados; liberar nuestra capacidad de imaginación y creación
de nuevos sentidos a través de diferentes lenguajes: la danza,
literatura, cine, la música, el teatro, la filosofía, etc.;
entender que razón y emoción no son polos opuestos, sino
complementarios; recordar nuestras propias infancias adormecidas
en la memoria; pero sobre todo significa provocar gestos a
contracorriente de los tiempos, gestos cotidianos de ruptura o
interrupción del presente, como escuchar más despacio, pensar
más despacio o desarrollar ese otro tipo de relación con el
tiempo a la que invita la sabiduría rural de Miquel. He aquí la
clave del éxito de ses taronges (las naranjas) y ses
pilotes (las albóndigas).