
Niños en la escuela para descendientes de esclavos de Tarhil, en Nuakchot.
J. N.
Las minúsculas casas de madera o de bloques sin
enlucir, apenas una habitación donde dormir y protegerse del sol
abrasador, se desparraman de manera anárquica sobre la arena de Tarhil.
Nada que se parezca a calles o que revele una mínima planificación. Y, sin
embargo, aquí vive gente. Mucha gente. Sólo un descascarillado edificio
amarillo de dos plantas se levanta en medio del barrio. A su sombra, 123
niños de entre siete y 12 años que no tienen ni siquiera papeles en los
que aparezca su nombre o su edad aprenden a leer y escribir, las únicas
herramientas que les van a permitir romper las cadenas invisibles que les
atan a una miseria secular que les ha acompañado a ellos y sus familias.
Son hijos y nietos de esclavos, descendientes de siervos sin derechos que
siguen tan excluidos y oprimidos como sus padres y abuelos, porque en esta
Mauritania del siglo XXI la esclavitud y sus tristes consecuencias siguen
vivas y coleando.
El pequeño Bouba debe tener unos ocho años y apenas
si dice tres palabras en francés. “Bonjour, ça va”, repite machacón,
tratando de llamar la atención de los visitantes extranjeros. La sequía y
la pobreza forzaron a sus abuelos a abandonar su pueblo natal, en Atar,
para venir a instalarse en este barrio del distrito de Riad, en la
desértica Nuakchot, la recién nacida capital de la también recién nacida
Mauritania. Al calor de posibilidades de tener un trabajo digno. Eran los
años setenta del siglo pasado y lo único que conocían era su propia
esclavitud, la servidumbre a su señor. Analfabetos, nómadas que
pastoreaban los camellos del amo. Nadie los liberó, pero tampoco nadie los
reclamó cuando se fueron. Como los abuelos de Bouba, cientos de miles de
haratines o moros negros se empeñaron en vivir y tener hijos y nietos, en
ser libres. Otros ni siquiera pensaron en ello. Porque un sólido edificio
de opresión y servilismo levantado durante siglos no se puede derribar en
un día.
“La esclavitud sigue presente en Mauritania, nunca
ha desaparecido”, asegura Aminetou Mint El-Moctar, conocida activista por
los Derechos Humanos y líder abolicionista que ha hecho de su vida puro
compromiso, “se transmite de generación en generación a través de la
mujer, lo que se llama esclavitud por nacimiento”. Es difícil hablar de
cifras en la opaca Mauritania, pero la asociación Global Slavery Index
habla de unas 155.000 personas aún sometidas a sus amos en este país,
mientras que El-Moctar piensa que pueden ser incluso el doble. “Son
agricultores y pastores en el interior o esclavos domésticos en Nuakchot.
No tienen estudios ni la posibilidad de tenerlos, están alienados, sus
padres fueron esclavos y ellos también lo son, es lo único que conocen. No
hay argollas ni cadenas ni hacen falta, es la estructura social, la
ignorancia y el miedo lo que les mantiene ligados a sus amos”, añade.
En la escuelita de Tarhil, la maestra Belly Diallo,
de 18 años, hace lo que puede. “Estos niños son pobres de solemnidad, sus
familias no tienen nada, son descendientes de esclavos en primera o
segunda generación. Llegan aquí sin haber pisado una escuela porque no
tienen certificados de nacimiento ni dinero para comprar material, aquí
les damos libretas y bolígrafos y les enseñamos a leer y escribir en árabe
y francés”. Construida por la Asociación de Mujeres Jefas de Familia de
Mint El-Moctar, la iniciativa pretende dar una oportunidad a quienes no la
tendrán de otra forma, romper el ciclo de la pobreza. Hadjiatou Said es la
directora. “Llevamos dos años funcionando, pero tenemos otros cuatro
centros como este, dos más en Nuakchot y otros dos en Rosso y Kaedi”.

Aisha sale a la pizarra en la escuela para niños víctimas de la
esclavitud de Tarhil ante la atenta mirada de su profesora Belly Diallo.
J. N.
Sobre el papel, la esclavitud fue abolida en 1981.
Sin embargo, durante décadas esta decisión pasó sin pena ni gloria, pues
no se perseguía ni sancionaba a los esclavistas, que siguieron manteniendo
esta práctica con total impunidad. Hubo que esperar hasta 2007 para que el
Parlamento mauritano criminalizara la esclavitud. “Sin embargo, las penas
de cárcel eran ridículas y las indemnizaciones a las víctimas
insignificantes. El problema principal estuvo en su aplicación, sólo se
llegó a producir una condena a partir de esta ley, una sola”, aclara Mint
El-Moctar. Hace sólo unos meses la presión de las asociaciones
abolicionistas logró forzar una reforma legal para considerar la
esclavitud un crimen contra la Humanidad y endurecer la norma, aprobando
penas de hasta 10 ó 15 años para los culpables y reparaciones más
elevadas.
“Pero el problema sigue siendo el mismo, la falta
de voluntad política para aplicar la ley. Hay más de un centenar de
dossiers y nada. Las víctimas están por todas partes, en Atar, en Nema, en
Zoueratt, pero no se hace nada. Es una ley para consumo extranjero, el
discurso oficial sigue negando incluso la existencia de la esclavitud,
pero nosotros continuaremos luchando para que se aplique la legislación”,
añade El-Moctar. En este empeño están junto a otros colectivos como SOS
Slaves,
Terres des Hommes, la Confederación Libre de Trabajadores de
Mauritania o la Iniciativa para el Renacimiento del Movimiento
Abolicionista (IRA), cuyo líder y presidente, el también activista por los
Derechos Humano Biram Dah Abeid, se encuentra en prisión desde el pasado
mes de enero por organizar una marcha contra la esclavitud.
Ahmed Khalifa nació esclavo. “Mi señor era
traductor para los franceses en la época de la colonización. Tenía muchos
camellos, cabras, de todo. Mi madre le pertenecía y compró a mi padre para
que le cuidara a los animales; así se conocieron. Mi caso fue distinto al
de muchos, yo crecí en el desierto, tenía libertad para jugar y mis padres
estaban juntos. Eso sí, recuerdo que había niños que iban al colegio y yo
no pude, no me dejaban”. A los 15 años, en 1975, Khalifa fue liberado por
su amo y ahora colabora con los movimientos abolicionistas. “Tenemos un
sistema que perpetúa la dominación, que sigue considerando a los negros
inferiores. Esto debe cambiar”, explica.
El problema no es solo la persistencia de la
esclavitud. La discriminación en múltiples formas que sufren los haratines
en este país se extiende también a otras etnias negroafricanas, wolofs,
peuls, sarakollés, etc, que comparten este mismo territorio llamado
Mauritania. O incluso a los emigrantes que llegan hasta aquí procedentes
de otros países en busca de una vida mejor. En el sur del país, cerca de
Senegal, aún duele lo sucedido en 1989, cuando miles de negros fueron
expulsados de sus tierras tradicionales y obligados a cruzar la frontera
tras un serio incidente entre agricultores sedentarios y pastores nómadas.
La violencia degeneró en una masacre de senegaleses en Mauritania seguida
de una auténtica caza al mauritano en Senegal y en un conflicto que supuso
la ruptura de relaciones diplomáticas durante años.
Muchos de esos negros expulsados han vuelto y se
han encontrado sus tierras ocupadas por otras personas, lo que ha generado
nuevas frustraciones. La espiral de tensiones entre la minoría de moros
blancos, que detentan el poder, y la amplia mayoría de haratines y
negroafricanos, casi siempre excluidos de la toma de decisiones, no
dibujan un panorama halagüeño. “El presidente Abdel Aziz fue a rezar a
Kaedi por las víctimas del genocidio y piensa que con eso está todo
arreglado. Este país necesita una comisión de reconciliación, saber quién
ha matado a quién, que se juzgue a los culpables de aquello, indemnizar a
las víctimas y crear un monumento al que poder ir a rezar por los
fallecidos. Mientras esto no ocurra la herida seguirá sangrando”, remata
Aminetou Mint El-Moctar.
En la puerta de la escuela para descendientes de
esclavos de Tarhil, que recibe el apoyo financiero de Unicef, la pequeña
Aisha sonríe. Es la hora del recreo y los niños corretean por la arena.
“Una vez que reciben las primeras nociones intentamos que se incorporen a
la educación reglada, pero para eso tenemos que conseguirle papeles
primero. El proceso es lento y arbitrario, a veces no lo conseguimos”,
señala Khalifa. Al igual que en Mauritania, países de la banda saheliana
como Mali, Níger o Sudán siguen tolerando, de una forma o de otra,
prácticas esclavistas que vienen de lejos y que perpetúan formas de
dominación incompatibles con los convenios y acuerdos internacionales que
esos mismos países han firmado. Si le sumamos el sudeste asiático se
calcula que en el mundo hay unos 27 millones de esclavos a causa de
deudas, tradiciones o trata de personas. Mientras tanto, en este edificio
amarillo de las afueras de Nuakchot, Aisha, Bouba y los demás se preparan
cada día para que haya un mañana diferente.
Aminetou Mint El-Moctar: “Necesitamos menos
tribu y más ciudadanía”
Aminetou Mint El-Moctar. J. N.

Aminetou Mint El-Moctar.
J. N.
No conoce otra forma de vida que la militancia.
Nacida en 1956 en Nuakchot, a los 13 años ya conoció la cárcel y la
tortura. “Casi me dolían más los golpes de mi padre si me pillaba
yendo a las manifestaciones que los palos en prisión. Era muy rebelde,
jugaba siempre con los niños porque no quería ser inferior a ellos, no
quería que me dijeran a qué podía jugar o no. Era la época de la
guerra de Argelia, de los conflictos en Indochina y Vietnam, luego de
la ocupación ilegal del Sahara por Marruecos, fue una época de
compromiso y militancia”, dice Aminetou Mint El-Moctar, activista de
Derechos Humanos mauritana cuyo nombre ha sonado este año para el
Premio Nobel de la Paz por su lucha pacífica de años contra la
esclavitud.
Marxista convencida y enfrentada a los
sucesivos regímenes militares que ha conocido su país, nunca quiso
abandonar Mauritania: “No vamos a cambiar las cosas desde el
exterior”. El objetivo final de su lucha es “sustituir el coctel de
pertenencia tribal y comunitario en el que se estratifica esta
sociedad por la promoción del concepto de ciudadanía". "Queremos una
Mauritania unida bajo un estado de Derecho, queremos cambiar la
mentalidad de la población, queremos justicia de verdad, que se
reconozcan los derechos de las mujeres, de los niños, que se persiga
la violencia y la discriminación en todas sus formas”, asegura.
Convertida en la bestia negra del régimen, los ataques también le han
llegado desde quienes interpretan la religión como un coto privado y
excluyente. El 5 de junio de 2014, el predicador radical Yadhid Ould
Dahi lanzó una fatua asegurando que quien la matara o le sacara los
ojos sería “recompensado por Alá”. El líder del grupo Amigos del
Profeta acusaba de herejía a la activista por su lucha por los
derechos de la mujer y sus críticas a la poligamia. El Gobierno, sin
embargo, no le ha proporcionado ningún tipo de protección.