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La gorila Koko me hizo llorar
Koko, nacida en 1971 en el zoo de San Francisco,
aprendió la lengua de signos y nos demostró que compartía emociones como las
nuestras, dándonos ejemplo de cómo relacionarnos con los demás animales con
los que compartimos el planeta
Pedro Pozas Terrados
26/06/2018
Koko, con uno de los gatitos a los que adoptó The
Gorilla Foundation
"Si bien existe una diferencia abismal entre el hombre y los
demás animales, podría decirse que ese abismo no es más profundo que el que
separa a unos hombres de otros". Galileo, 1630.
La hemos visto llorar por la muerte de su amigo
gatito, tener sensibilidad y empatía hacía otra especie, aprender nuestro
lenguaje de signos, comunicarse con nosotros como un homínido más miembro de
nuestro propio linaje. La hemos visto reír, pedir cosquillas o comida,
extender la mano para tocarte, abrazarte delicadamente, dar besos, sentir
emociones como cuando le contaron que su amigo gatito había muerto y tantas
otras inquietudes y gestos de acercamiento entre especies, que la hacen a
ella y a los miembros de su especie a quien representa ser miembros de
nuestra propia familia, ser un eslabón vivo de la propia historia de la
humanidad.
Sí, ella, Koko, es una gorila que nos ha enseñado la
capacidad de una especie a quien los humanos la hemos rebajado para nuestro
disfrute encerrándola en zoológicos y privándoles de la libertad y su
derecho a evolucionar libremente. Como Koko, otros grandes personajes
homínidos no humanos han pasado a la historia, como la chimpancé Washoe con
el lenguaje de signos; Guga, un chimpancé del Santuario de Sorocaba del
Proyecto Gran Simio, que amaba enseñar a los reporteros el santuario; Copito
de Nieve, emblema de Barcelona; Chantek, una orangután que ha aprendido un
lenguaje de comunicación por signos; Kanzi, la bonobo que ha aprendido de
igual forma un lenguaje de signos establecido entre los cuidadores y ella;
Cecilia, la chimpancé a la que una jueza reconoció el Habeas Corpus y se
ordenó su traslado al santuario del Proyecto Gran Simio en Brasil por estar
en malas condiciones en el zoológico de Mendoza (Argentina) y ser
considerada “sujeto de derechos”; Sandra, del recién cerrado Zoo de Buenos
Aires (Argentina) a la que otra jueza declaró “una persona no humana”; Kika,
una chimpancé a la que conocí y con la que entablamos relaciones de amistad,
sobre todo con mi hija; o Lili, otra amiga a la que nos unió una especial
relación de amistad.
La lista podría continuar seguramente con muchos
nombres, cada uno de ellos con una historia admirable que nos ha llegado al
corazón de todas las personas que luchamos por sus derechos básicos y que
seguramente, por desgracia, quedarán relegadas en el olvido de una sociedad
que muchas veces no sabe apreciar los valores de los otros seres vivos, de
sus circunstancias y su problemática de exterminio y encierro sin haber
cometido delito alguno. De una ciencia muchas veces limitada y no abierta,
donde estos personajes singulares históricos serán conocidos en el mundo de
la psicología como comportamientos casi humanos, sin ir más allá para pedir
su protección, liberación o conservación de su hábitat. Solo estarán ahí,
para ser consultados, pero apartados de una ejemplaridad que debería
revolucionar los conceptos que tenemos de animal o especie.
Koko lloró por su gatito, lloró cuando le comunicaron
la muerte de un amigo humano, el actor Robin Williams. Ahora nosotros
lloramos por ella, por su marcha sigilosa en la noche, por su sueño de
libertad a los 46 años, por esa ternura que desprendía en todos sus actos y
la nobleza de su personalidad. Lloramos porque cuando hablaba con el
lenguaje de signos no veíamos a un ser distinto a nosotros, sino a una
persona que amaba la vida, que gozaba y reía en las alegrías y lloraba en la
tristeza.
Se ha ido en silencio, cuando las estrellas del
universo resplandecían en el cielo, cuando dormía tal vez soñando por estar
con los suyos, agradecida por aquellas personas que la han protegido de
forma continua hasta su muerte.
Este hecho lamentable que trasmitía por las redes
sociales antes de ser conocido por los medios de comunicación es uno más
para reforzar nuestra lucha por una Ley de Grandes Simios que en 2008 fue
reclamada por la Comisión de Medio Ambiente del Congreso de los Diputados y
que, sin embargo, quedó olvidada en el tiempo, donde duermen otras muchas
iniciativas para el progreso de la dignidad como sociedad responsable.
Koko se fue a hurtadillas, tal vez en busca de su
gatito al que tanto quería o de su amigo Robin, que allá en el universo de
los luceros la llamaba. Es imprescindible que su historia sea traducida a
todos los idiomas como lo fue la vida de la chimpancé Washoe en el libro
titulado Primos Hermanos, escrito por Rogers Fouts, el maestro que le enseñó
el lenguaje de signos.
Estas vidas, sobre las que hoy día por suerte se
puede uno documentar por internet y ver los videos que han sido subidos, no
deberían quedarse sólo para el estudio psicológico en las universidades,
sino ser historias que deberían conocerse desde la más temprana edad, cuando
aún las mentes no han sido manipuladas, cuando las niñas y niños comienzan
abrir sus ojos para conocer el mundo de la realidad en el que viven y de esa
forma, cuando sean adultos, comprender que esas otras especies que comparten
con nosotros este maravilloso planeta deben ser respetadas para que
continúen con la evolución de sus propias vidas sin que estén encerrados
entre cuatro paredes para disfrute de una sociedad que debe valorar en gran
medida el respeto de la biodiversidad de nuestro planeta.
Koko nos ha dejado imágenes que desbordan cualquier
texto que se pueda escribir sobre ella y, desde luego, ruego a quien lea
estas palabras a que la busquen en Youtube y la conozcan. Seguramente muchos
podrán cambiar el concepto que tienen aún sobre los grandes simios, nuestros
hermanos evolutivos, nuestros amigos que forman parte de nuestra propia
familia de los homínidos y con los que poseemos un mismo ancestro común, un
mismo familiar directo que hace millones de años que nos unía como especie
única.
Ella, a pesar del trato excelente que ha tenido en The
Gorilla Foundation, ha estado prácticamente sola, alejada de los de su
especie. Nació en 1971 en el zoológico de San Francisco, en Estados Unidos.
A la edad de un año fue separada de su madre, que se encontraba enferma, y
fue en ese momento cuando la psicóloga Francine Patterson la adoptó y
comenzó a enseñarla el lenguaje de los signos. Pronto comprobó que Koko
tenía emociones profundas y complejas. Aprendió a lo largo de su vida en la
citada Fundación 1.000 palabras en el lenguaje de signos y comprendía a la
perfección 2.000 palabras del inglés hablado. Ha sido famosa también como
portada en la revista National Geographic (Octubre 1978) con una fotografía
que ella misma se hizo frente a un espejo. No ha conocido la ternura de los
suyos, de sus iguales, pero sí ha tenido la comprensión, la amistad y el
amor de sus amigos no humanos y en especial de su madre adoptiva, Patterson,
con quien ha compartido casi toda su vida.
Esta lección que nos ha dejado Koko debe ser un
ejemplo para nuestra propia actitud frente a todos los seres vivos de
nuestro planeta que se merecen tener una oportunidad de subsistencia y de
caminar hacia su propia realización como especie diferentes a la nuestra
pero vinculada en un factor común ambiental que nosotros tenemos la
obligación de proteger frente al abuso intensivo de las multinacionales
contra la madre Tierra, casa única de todos que compartimos en común.
Koko marchó a jugar con las estrellas por la noche,
cuando todos dormían. En mis ojos, en mi corazón… mis lágrimas se han
deslizado por mis mejillas pensando en ella, por todo lo que nos ha
regalado, por todo lo que nos ha demostrado, por esas emociones humanas que
ella compartía, por ser embajadora rompiendo la barrera de las especies, por
ser lo que era, una persona que escribía su propia historia de la vida.
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