Público
El confinamiento infantil no tiene base científica
‘No es no’ en defensa de los
derechos de niñas y niños. ¿Por qué aceptamos que el bienestar de los
menores y la educación ocupe el último lugar en la escala de lo ‘esencial’ y
lo ‘no-esencial’?
EVA CHMIELEWSKA
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21 DE ABRIL 2020
PEDRIPOL
En comparación con otros países europeos, España ha adoptado
unas medidas de confinamiento especialmente crueles con respecto a los
niños. Hace un par de semanas Salvador Illa, ministro de Sanidad, desestimó
peticiones de padres y diferentes colectivos que pedían que se dejase pasear
a los niños argumentando que “la infancia es un vector de transmisión del
virus”. En una línea similar, el pasado 15 de abril, José Luis Pedreira, uno
de los responsables gubernamentales de trazar un plan para el
desconfinamiento infantil, afirmaba que los niños son “transmisores muy
activos” del virus, y añadía que, si otros países europeos son más
permisivos en este sentido, esto se debe a una supuesta especificidad de la
estructura familiar en España: “En casi todos los países europeos, la
familia es la estructura nuclear y en España la familia se entiende de forma
ampliada con abuelos en las casas” (El País, El
retorno al colegio no puede ser en condiciones habituales). Esta
afirmación, no sustentada en datos concretos, no solo no explica por qué hay
un número elevado de contagios en Madrid y Barcelona, lugares donde hay un
número especialmente considerable de familias desplazadas, sino que esquiva
por completo la discusión del asunto central de esta cuestión. ¿Son
realmente los niños vectores importantes de contagio o “transmisores muy
activos”?
Es urgente abrir un debate al respecto que haga que
decisiones tan dañinas para el desarrollo y el bienestar infantil se tomen
con arreglo a datos y no se basen únicamente en prejuicios y supersticiones.
Según estudios científicos recientes basados en el análisis de la Covid-19
en poblaciones reales, los niños se infectan menos que los adultos y la tasa
de transmisión es menor en niños que en adultos. Lo afirma un estudio
publicado el 14 de abril en The New England Journal of Medicine,
que está basado en la investigación hecha en Islandia, el único país donde
se está realizando un
estudio poblacional del coronavirus gracias a tests masivos.
En el estudio basado en la población en Islandia, los niños
menores de 10 años y las mujeres tenían una menor incidencia de infección
por SARS-CoV-2 que los adolescentes o adultos y hombres.
Esta misma conclusión la anticipan ya estudios hechos en
marzo, tal y como podemos leer en el boletín The
role of children in the transmission of SARS-CoV-2 (COVID-19)-a rapid review publicado
por el Instituto de Salud Pública noruego:
¿Afecta el
SARS-CoV-2 a los niños?
“El SARS-CoV-2 se ha detectado en muchos niños, también en Noruega,
por lo que no hay duda de que también los niños están infectados. Hasta
ahora, los niños parecen menos propensos a las infecciones que los adultos”.
¿Transmiten los
niños la infección? Si es así, ¿a quién? ¿Sus padres? ¿Otros niños?
“Según la evidencia actual, parece que los niños infectados no
representan un vector importante para la transmisión, pero aún es demasiado
pronto para sacar conclusiones, ya que la imagen puede cambiar a medida que
obtenemos datos más completos de los procesos de seguimiento de
infecciones”.
¿Cuáles son los
efectos cuantificables de los cierres de escuelas / guarderías durante la
epidemia de Covid-19?
“No hemos encontrado ningún informe de investigación que haya
calculado los efectos del cierre de escuelas / guarderías durante la
epidemia de Covid-19. Hay varias revisiones sistemáticas sobre este tema,
pero se basan principalmente en estudios realizados en relación con las
epidemias de gripe. Es muy incierto hasta qué punto son relevantes las
experiencias de las epidemias de gripe en relación con la epidemia de
Covid-19, ya que es muy posible que los niños jueguen un rol reducido en la
transmisión del SARS-CoV-2, a diferencia de lo que sucede con el virus de la
gripe”.
La tentación de prescribir el confinamiento total de los
niños ante la falta de datos al respecto es por eso una reacción cruel e
irracional, basada en los prejuicios acerca de la infancia propios del
adultocentrismo más agresivo. Se afirma, por ejemplo, que los niños no se
lavan las manos o que lo tocan todo, pero se asume que los adultos sí que se
las lavan y tienen una conducta ejemplar cuando tocan, por ejemplo,
productos en el supermercado o cuando guardan la distancia de seguridad. Se
considera, además, que el rol de los padres a la hora de supervisar la
higiene de sus hijos es nulo e imprudente. No parece importar el daño que a
corto y a largo plazo supone este encierro irracional de los niños y niñas,
un colectivo que por definición no tiene derecho a auto-representarse y al
que parece que, ahora, ni sus propios padres pueden representar.
En ocasiones se reinterpretan los datos expuestos en algunos
estudios científicos desde los prejuicios adultocéntricos, como sucede con
un artículo reciente publicado por el Centers for Disease Control and
Prevention norteamericano: Coronavirus
Disease 2019 in Children — United States, February 12–April 2, 2020.
Este estudio analiza casos pediátricos de Covid-19 en 50 estados, basándose
en casos que los organismos estatales pudieron confirmar y reportar a la CDC
(no se analiza, por lo tanto, la incidencia de los contagios en la
población) y hace un análisis de la gravedad de síntomas en niños con
respecto a los adultos. Tal y como el mismo artículo indica, su limitación
es la falta de datos sistemáticos. Al no disponer de datos acerca de
incidencia de la Covid-19 en la población general ni datos acerca de su
transmisión (la capacidad de hacer tests es limitada en los EE.UU.) la CDC
concluye que “el distanciamiento social de todos grupos de edad con toda
probabilidad reduce la trasmisión del virus”, aunque no haya nada en sus
propios cálculos que confirme que la infancia es un vector significante de
transmisión. Esta misma recomendación la repite Business
Insider el 14 de abril, que añade como evidencia (ante la falta de
la misma) la opinión de un pediatra-epidemiólogo: “Es más fácil decirles a
los adultos que actúen siguiendo las reglas de sentido común”.
Hay una clara relación entre la falta de evidencia científica
y la tendencia a difundir recomendaciones basadas en un aparente sentido
común, aunque estas sean altamente perjudiciales para un grupo social tan
vulnerable como son los niños. Un problema añadido es la tendencia a
utilizar sin mayor análisis los datos y conocimientos previos acerca de la
epidemiología de la gripe obviando que la gripe no es el coronavirus y,
sobre todo, ignorando que la incidencia, la gravedad, y la transmisión del
virus entre los pequeños es radicalmente diferente entre la gripe y la
Covid-19. (Este último error fue probablemente el que cometieron los
epidemiólogos al principio de la epidemia al trazar curvas matemáticas que
exageraban el rol de contagio en colegios basándose no en evidencias sobre
Covid-19 sino en las de la gripe). Sin embargo, ante el peligro de que se
traduzcan en leyes las recomendaciones acerca del confinamiento infantil
basadas puramente en la evasión de la responsabilidad política, hay que
reconocer también que hay aquí un error de traducción cultural, y es que
cuando los expertos de los EE.UU. (y de algunos países de Europa) hablan del
distanciamiento social de los menores, esto no implica arresto domiciliario
sino la reducción de la vida social.
La guerra y la educación: produciendo esclavos
Las redes están estos días llenas de comentarios sobre la
pertinencia de las normativas que el Gobierno ha aplicado a los niños
durante el estado de alarma. Si los niños fuesen considerados realmente como
un colectivo que merece protección, muchos de estos comentarios serían
calificados como promotores de un delito de odio contra la infancia. Hay
también comentarios que, sin atacar frontalmente a los niños, muestran una
inusitada crueldad hacia ellos, como el de un comentarista anónimo, que
argumentaba que “los niños en la Segunda Guerra Mundial no salían a la calle
y no se quejaban”. Escandalizan más, sin embargo, afirmaciones como las de la
epidemióloga Clara Granell, quien califica de irresponsables a los
padres que reclaman el derecho a sacar a sus hijos a pasear pues, según
ella, sería como sacar a los niños en plena guerra a sortear azarosamente en
la calle las balas del enemigo.
Este uso de la guerra como condición que justifica el asalto
a las libertades y derechos de los niños se ha convertido en un tópico que
encontramos ya plenamente asentado en opiniones dispares (y disparatadas) en
varios medios, un cliché al que nos empezamos casi a acostumbrar. Teniendo
en cuenta este lenguaje que combina a partes iguales belicismo gratuito y
adultocentrismo no es de extrañar que durante las primeras semanas de la
gestión de esta crisis por parte del Gobierno la educación fuese lo primero
que se sacrificó. Las escuelas cerraron antes que los bares y discotecas y
hay razones para pensar que serán también las últimas en abrir. Esto
sucede mientras se potencia la idea de un nuevo civismo, centrado en
fomentar un ciudadano-modelo que permanece inmóvil, aplaude cuando se le
pide que lo haga y permite, mientras tanto, que las curvas matemáticas de
Imperial College sustituyan el pensamiento y al debate público necesario
para que se mantenga un sistema democrático.
En contra de lo que se nos intenta transmitir cuando se habla
de la infancia y la guerra, los niños en la Segunda Guerra Mundial sí salían
de sus casas. Durante la ocupación de Polonia por parte de la Alemania nazi
miles de personas arriesgaron sus vidas a diario y a lo largo de años para
mantener la continuidad de la educación. Menos de dos meses después de que
estallara la guerra, en octubre de 1939, se inauguró la Organización Secreta
de Educadores (Tajna Organizacja Nauczycielka), un órgano educativo
del estado clandestino polaco. Según contó Ewa
Bukowska, una maestra nacida en 1916, las clases se auto-organizaban ya
desde el inicio de la guerra, pues eran los propios padres quienes acudían a
los profesores “para evitar que los niños se desmoralicen por falta de
ocupación". Se estima que un millón y medio de niños polacos (un millón,
según el historiador inglés Norman Davies) acudieron a clases en pisos
clandestinos asumiendo en su desplazamiento un riesgo considerable. Tanto
los niños como el resto de personas involucradas en esta red educativa
clandestina se arriesgaban a sufrir las máximas represalias por parte del
ocupante. Asumían este riesgo porque eran conscientes de que quedarse en sus
casas significaría convertirse en esclavos, tal y como quería Heinrich
Himmler:
“No puede haber educación más avanzada para la población
no-alemana del Este que cuatro años de primaria. Esta educación elemental
tiene como objetivo hacer simples cálculos hasta 500 como mucho, escribir el
nombre propio, aprender a obedecer a los Alemanes según el mandamiento
divino, ser honestos, diligentes y responsables. No considero necesario que
sepan leer”.
O en palabras de Martin Bormann: “Los esclavos tienen que
trabajar para nosotros... La educación es peligrosa. Basta con que sepan
contar hasta 100. Cualquier persona educada es el enemigo futuro”. De
acuerdo con esta estrategia, las medidas de limitar la educación de los
menores, junto a la masiva exterminación de la clase estudiada polaca, tenía
como objetivo asegurarse que “los eslavos” se conviertan de verdad en
“esclavos”.
Habrá quienes piensen que esta comparación es exagerada
porque la crisis sanitaria actual no es una guerra (¿no se trataba de una
guerra según el Gobierno y sus consejeros?) sino que se trata de una
situación temporal y excepcional. Pero, ¿sabían los polacos durante la
ocupación alemana nazi cuánto iba a durar la guerra? ¿Sabemos nosotros
cuánto tiempo durará el estado de alarma (un estado de excepción de
facto), teniendo en cuenta, además, que los criterios cambian cada día
y que ya no se sabe cuál es el objetivo de esta “lucha”? No olvidemos que
hasta hace poco más de una semana el objetivo era aplanar la curva de
contagios para evitar la saturación del sistema sanitario, pero que el
discurso oficial está ahora abrazando cada vez más la delirante idea de
“combatir” el virus, un objetivo imposible que nada tiene que ver con el
propósito inicial de reforzar el sistema sanitario, pero que permitiría
extender las medidas excepcionales durante meses o años. Reformulando la
pregunta anterior: ¿cuánto tiempo tiene que pasar y qué tipo de destrucción
tiene que darse para que sea obvio que seguir con las medidas actuales
convertirá pronto la inocente metáfora bélica en un escenario real de
guerra? ¿Cuáles serán las consecuencias de esto para los niños y para
nuestro (su) futuro si su bienestar y educación es lo primero que se
sacrifica? ¿Por qué aceptamos que el bienestar de los niños y la educación
ocupe el último lugar en la escala de lo “esencial” y lo “no-esencial”? Los
nazis sabían que, para que el pueblo ocupado obedezca, hay que limitar su
acceso a la educación cuanto antes. Sabían que esta era la manera más
efectiva de producir esclavos. ¿Será casual que durante esta crisis, a la
vez que se está creando una desigualdad sin precedentes, se esté permitiendo
el asalto a la educación? No estoy insinuando que el Gobierno tenga entre
manos una agenda oculta de naturaleza ominosa, pero sí que la arrogancia
ética y la inconsciencia con la que se toman determinadas medidas tendrán
consecuencias nefastas y duraderas para toda nuestra sociedad, especialmente
para los niños, y en mayor medida para aquellos que pertenecen a los
sectores más desfavorecidos de la población.
El cuidado y el machismo de Estado
La escuela no es solo educación. Es también cuidado. El
servicio de cuidado que ofrece la escuela es lo que permite trabajar a los
padres (y sobre todo a las madres) en otros ámbitos al margen del hogar. La
nula importancia que se le da al trabajo de cuidado es lo que lleva, por
ejemplo, a considerar por parte del Gobierno que es perfectamente compatible
tele-trabajar y cuidar a los hijos al mismo tiempo, como si el cuidado no
fuese un trabajo a tiempo completo, especialmente en una situación tan
excepcional para los niños como la del confinamiento. Este desprecio del
cuidado como trabajo “de verdad” no es otra cosa que la repetición del viejo
mantra machista que, al mismo tiempo que considera indispensable que la
madre se ocupe de los hijos y de la casa, presupone que esa madre en
realidad “no hace nada” porque está en casa.
El desprecio histórico al trabajo no-remunerado de la mujer
está en la base de esta actitud que permite considerar como “no-esencial” el
trabajo de cuidado que proporciona la escuela. Mientras que en países como
Dinamarca o Alemania las clases se retomarán en breve, y en Francia a partir
del 11 de mayo, en España no parece que haya un plan para volver a las
aulas. Este estado de excepción continuo de la educación refleja que el
Gobierno no considera esencial la labor educativa y social que tienen las
escuelas y, peor aún, que no valora la educación en la misma medida que otro
tipo de actividades, tanto las “esenciales” como las "no esenciales”. Esto
es así porque la educación y el trabajo de cuidado no se consideran parte
del sector productivo. Es paradójico que esta negación de la educación como
un sector esencial de la sociedad se dé justo cuando estamos padeciendo las
consecuencias de no haber considerado a la sanidad como parte esencial del
sector productivo, justificando los recortes en ese sector como si esta
fuera una manera “responsable” de colocar los recursos. Es más paradójico
aún que sea un Gobierno de izquierdas, preocupado por la igualdad y los
derechos sociales, el que difunda y amplifique el bulo del falso dilema
entre la economía y la vida (o la economía y salud). Si para algo ha servido
la crítica marxista y post-marxista es precisamente para dejar claro que las
condiciones materiales son indisociables de la vida de los individuos.
Entristece confirmar que es justo en este momento dramático
cuando estamos viviendo la representación perfecta de lo que Nancy Fraser ha
denominado como “la contradicción entre el capitalismo y el cuidado”. Según
la feminista norteamericana, para poder subsistir el capitalismo precisa de
la reproducción social (es decir, del cuidado entendido de manera amplia).
Pese a que la posibilidad de la producción económica capitalista depende
estrechamente de la reproducción, es la misma ideología capitalista la que
separa, de manera perversa, la producción de la reproducción, relegando la
responsabilidad de cuidado en los colectivos más vulnerables como mujeres,
clases populares e inmigrantes. Es precisamente esta estructura
inherentemente machista que deshumaniza a la mujer, a las clases populares y
a los inmigrantes, constituyendo lo que Jason Moore denomina “cheap nature”
(naturaleza barata), la que produce, además, un aumento de
desigualdad. Hay voces que invitan a creer que esta crisis es, en el fondo,
la crisis del capitalismo. Es en efecto una crisis del capitalismo pero todo
parece indicar que es la crisis en la que el capitalismo se reinventa a sí
mismo adquiriendo una forma más salvaje, aunque sutil y presuntamente ética.
Habría que pedir a los expertos que asesoran estos días al Gobierno que
trazasen una curva matemática que proyectase el aumento exponencial de
desigualdad por cada día que siguen cerradas las escuelas para demostrar así
la importancia que la educación presencial tiene como instrumento para
paliar los efectos nocivos de esta crisis.
“No es no”
El confinamiento de la infancia, un paso más en la violencia
del adultocentrismo contra el sector más vulnerable de la sociedad, afecta
al bienestar de los niños a todos los niveles. Afirmar, como hacen algunos
expertos, que los niños son resilientes y sobrevivirán a esta crisis sin
mayor problema es uno de los clichés que más se repiten durante estas
semanas. Sostener que los daños que sufren los niños por culpa del
confinamiento son pasajeros es algo así como justificar el uso transitorio
de la violencia o el maltrato: como si dijéramos que recibir una bofetada de
vez en cuando no supone un problema o que el ambiente de violencia doméstica
que muchos niños tienen que soportar estos días en una intensidad superior a
lo habitual no les causará perjuicio alguno. Lo que numerosos psicólogos y
educadores sostienen es que el encierro en casa afecta directamente el
desarrollo físico y neuropsicológico de los niños. Heike
Freire y José María Paricio alertan, por ejemplo, sobre el riesgo
elevado de obesidad, trastornos del sueño, irritabilidad, y ansiedad pero
indican también que: “Ningún adulto, ningún experto, por muy sabio que sea,
puede conocer exactamente esas carencias, saber cuánto tiempo de
confinamiento es capaz de soportar cada niño y cada niña, ni a partir de qué
momento empezará o no a acusar el encierro y sus efectos nocivos”.
De hecho, los efectos a largo plazo de este encierro podrían
ser mucho más graves de lo que creemos, ya que se trata de efectos
difícilmente cuantificables. Basta pensar en cómo se describen los efectos
del encierro sostenido en los adultos (caso, por ejemplo, de los astronautas
o científicos de expediciones polares). Javier Salas, citando en El
País a Larry Palinkas, psicólogo de la Universidad del Sur de
California, habla de fenómenos como “empanada mental” o “hibernación
cerebral”, algo que el citado científico asocia con trastornos de sueño,
“desaceleración del cuerpo y la mente debido a la estimulación restringida”
o “signos de pequeño deterioro del funcionamiento cognitivo”.
Si estos son los efectos del encierro en los adultos, ¿es
ético asumir que no se darán en los niños? ¿Es justo arriesgar que este tipo
de “deterioro cognitivo” se produzca en un organismo que está todavía en
fase de desarrollo cognitivo? Podríamos pensar también en otros posibles
problemas, tales como el efecto que la reducción de los estímulos visuales
tiene en bebés, cuyo desarrollo de las conexiones neuronales relacionadas
con la vista depende de estímulos visuales exteriores. ¿Se desarrollará
correctamente la vista de un bebé si se limita su campo de visión a apenas
unos metros durante varios meses? ¿Qué sucederá si esta situación se alarga?
Igualmente, conviene tener en cuenta los efectos negativos que para el
desarrollo de los menores supone la privación de la educación y la
sociabilidad. El psicólogo alemán Heiner Rindermann afirma, por ejemplo, en The
Coronavirus and Its Social Consequences que cada semana perdida de
clases supone una pérdida de 0.08 al 0.12 por ciento de puntos de
coeficiente intelectual, una cifra que aumentaría según este experto en
familias desfavorecidas y sin estudios o con estudios básicos. A medida que
pasan los días, hay también cada vez más publicaciones que alertan sobre el
impacto del cierre de escuelas y del distanciamiento social en la salud
mental de los niños, como por ejemplo el artículo de Joyce Lee publicado el
14 de abril en The Lancet: Mental
health effects of school closures during COVID-19.
Indigna que una actitud tan adultocéntrica, socialmente
discriminatoria y dañina provenga de un Gobierno como el actual, el cual ha
tenido la loable idea de crear un Ministerio de Igualdad pero que parece no
tener mayor interés en proteger al sector más desfavorecido y vulnerable de
la sociedad. Como mujer y como madre me escandaliza que sea tan fácil
silenciar mi “no” cuando se trata del bienestar de mis hijos, mientras se
pretende hacer campaña defendiendo mis “síes” y mis “noes” cuando esos se
pueden clasificar como parte de una política identitaria que, no pocas
veces, sigue de manera acrítica una agenda neo-liberal travestida de
políticas sociales. Es hora de que los sectores más progresistas del
Gobierno de España reflexionen acerca del sentido real de la igualdad y
piensen en cómo su asalto a la infancia (único en Europa) es un ataque
frontal a los derechos de los niños, las mujeres, los padres, la
conciliación laboral y, en definitiva, al grueso de la agenda social que
dicen defender.
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Ewa Chmielewska es licenciada en Medicina
por la Universidad de Gdansk y doctora en Estudios Hispánicos por la
Universidad de Nueva York. Ha sido profesora en New York University,
University of Colorado, Fordham University y Trinity College.
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