Ayer domingo andaba remoloneando en internet cuando me llegó una
notificación de facebook preguntándome si me encontraba bien. Una
bomba había estallado en Lahore cuando algún software recién
incorporado y todavía no muy despierto interpretaba que me
encontraba cerca de allí y me daba la oportunidad de avisar a mis
familiares y amigos. Fuese lo que fuese, el cacharrito no había
actuado días antes, cuando un doble atentado en Bruselas se llevó
por delante a varias decenas de personas, ni tampoco el sábado,
cuando otra explosión mató a otra treintena de iraquíes que
asistían a un partido de fútbol.
Hay muchas razones por las cuales un acto terrorista en el centro
de Europa nos afecta o nos conmueve más que un atentado mortal
situado a miles de kilómetros. Razones sentimentales, de cercanía
y también de miedo, hacen que el dolor por las víctimas
paquistaníes se esfume en la lejanía; no digamos por las iraquíes,
difuminadas en el ritual de un espanto que se prolonga ya más de
una década. Los muertos de Al Asriya eran supervivientes de un
país desquiciado, gente que pululaba en medio de la devastación,
entre cascotes y edificios carcomidos. En cambio, los muertos de
Bruselas eran casi todos blancos, viajaban en avión, tomaban el
metro, vivían bajo el signo de la civilización occidental. Tenían
nuestra misma piel, eran nuestros muertos, podíamos ser nosotros.
Por eso, en cuestión de horas, las redes sociales se vistieron con
los colores de la bandera belga, esa eficaz camiseta de la
solidaridad que casi nunca se coloca en nombre de unos muertos
africanos, árabes o asiáticos.
La proximidad del dolor -y del miedo- depende de la distancia a
nuestro ombligo, ese compás fisiológico es lo que magnifica las
negritas de las víctimas, el tamaño de los muertos según la
tipografía periodística. En teoría, todos los hombres nacen libres
e iguales, pero en la práctica unos viven en el anonimato más
atroz y mueren en ninguna parte, como si ni siquiera hubieran
existido. Lo explicaba muy bien aquel campesino polaco al que
entrevistaba Claude Lanzmann en Shoah, cuando le preguntaban qué
sentía al ver cómo los soldados nazis mataban a los judíos al otro
lado de la valla, en un lugar llamado Treblinka. El campesino se
encogía de hombros y daba con la respuesta exacta, la única válida
según los parámetros de nuestra anatomía: “Nada. Si a usted le
cortan un dedo, a mí no me duele”.
No nos duele Al Asriya y no nos duele
Lahore, o nos duele pero poco, muy poco, lo justo hasta el
próximo sobresalto, el próximo atentado, la próxima venta de
armas, la próxima guerra. Tal vez el software de facebook que me
preguntaba qué tal me encontraba después del atentado no se
equivocaba, tal vez hacía bien en ignorar la distancia inmensa
que me separa de Lahore, en asimilarme a esas gentes que sangran
tan lejos, lloran en otro idioma, visten otra muerte y mueren
otra vida.