Dura crítica, pero con la que está cayendo la Iglesia Católica
tiene que asumir esta y las que le vengan. Jesús de Nazaret tendría que entrar
de nuevo en el templo (Vaticano) y echarlos a latigazos. |
Público
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La iglesia
pederasta
David Torres
agosto 16, 2018
Con los pederastas católicos sucede lo mismo que con
las cucarachas, que cuando ves una correteando por el suelo de la cocina,
puedes jurar que ya hay centenares infestando el baño y la cocina. El
escalofriante informe de 1.356 páginas realizado por un gran jurado de
Pensilvania confirma una vez más lo que era un secreto a voces: que la
iglesia católica está podrida de arriba abajo y que el abuso a niños se
trata de una práctica generalizada, institucionalizada y organizada desde
las más altas instancias; un crimen inmundo que compete a sacristanes,
curas, obispos, cardenales y que llega hasta la grotesca figura del Papa
Bergoglio, ese tentetieso con tiara que asegura que no habrá perdón para los
pederastas y que ha sido amigo, encubridor y protector de violadores
infantiles desde su época de arzobispo de Buenos Aires hasta sus tenebrosos
tejemanejes en la silla de Pedro.
El relato de los setenta años de abusos sexuales en
seis diócesis de Pensilvania se lee como una Biblia negra que muestra la
verdadera cara del catolicismo. Más de un millar de niños destrozados, más
de trescientos sacerdotes culpables, una trama mafiosa que actuaba con
completa impunidad gracias a una maquinaria de terror perfectamente
engrasada que funcionaba a base de encubrimientos, silencio y amenazas. Sin
embargo, la palabra “violación”, la palabra “abusos”, se queda muy corta.
Como advirtió John Barth, “lo único real son los detalles”. Y los detalles
que salieron a la luz durante el proceso provocan tales arcadas que uno se
pregunta cómo a Bergoglio no se le cae la cae de vergüenza, si la tuviera.
Un sacerdote obligando a un niño desnudo a que posara como el niño Jesús.
Otro que violó a una niña de siete años mientras la visitaba en el hospital
después de que la operaran de anginas. Otro que, tras un rosario de
denuncias por abusos infantiles, acabó trabajando en Disney World gracias a
una carta de recomendación de la iglesia.
Aparte de una rabia y un asco infinitos, lo que
emerge de la lectura esa Biblia monstruosa es la certidumbre de que la
pederastia en la iglesia católica nunca es la excepción, sino la regla. Lo
demuestra el hecho de que, durante siete décadas, no sólo se cometieron allí
violaciones y asquerosidades sin límite, sino que se desarrolló también un
protocolo de emergencia que se aplicaba en el caso de que saltara algún
escándalo, una especie de manual de instrucciones para intentar distraer la
atención y echar tierra al asunto. El punto uno señala que nunca hay que
decir las cosas por su nombre (“no diga violación, sino contactos
inapropiados”); el cuarto, que si un cura debe ser trasladado de diócesis,
nunca debe especificarse el motivo sino decir, por ejemplo, que está de baja
por “fatiga nerviosa”. El último, verdaderamente repugnante, revela la
auténtica dimensión del crimen: “Finalmente y, sobre todo, no diga nada a la
policía. El abuso sexual, aunque sin penetración, siempre ha sido un delito.
Pero no lo trate de ese modo, sino como un asunto personal, dentro de casa”.
En todas partes cuecen habas y en todos los ámbitos
hay criminales, pero este último punto muestra la familiaridad con que la
iglesia católica, desde hace siglos, no sólo disculpa sino que fomenta la
pederastia. “Un asunto personal, dentro de casa”. El propio Bergoglio tiene
un amplio historial de mirar para otro lado: encubrió personalmente el
escándalo de los abusos a niños sordomudos en la iglesia de Mendoza, ha
protegido a violadores de niños por todo el mundo, de Francia a la República
Dominicana y de Chile a España, y tampoco ha movido un dedo ante las más de
1.200 denuncias de curas pederastas desde que entró al Vaticano. Sí, lo
mismo que con las cucarachas.
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