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GIJÓN

elcomerciodigital.com   12.12.08

JUAN IGNACIO GONZÁLEZ

TODOS los que nos hicimos maestros en los primeros ochenta recordaremos como lectura obligatoria en Pedagogía 'El poema pedagógico', de Makarenko, uno de los grandes popes de la educación soviética, en el que se narra cuál fue el proceso al que el régimen sometió a todos los rufianes de la Rusia postzarista hasta convertirlos en nuevos dirigentes de la juventudes comunistas, los 'komsomoles', que habrían de gobernar el país y la mitad del mundo durante décadas. En el libro, Makarenko recuerda que una vez, una sola vez, tuvo que recurrir a la bofetada para adiestra a un pilluelo desbandado de la disciplina severísima del internado. Nosotros lo denominamos 'la bofetada pedagógica', esa que se considera que es bueno administrar por parte de quien educa cuando la paciencia se agota.

España firmó en 1989, y ratificó en 1990, la Convención de Derechos del Niño de Naciones Unidas, que prohíbe toda forma de agresión sobre un menor. En 2002, los relatores de la ONU advirtieron a este país de que, para ajustarse a lo que estrictamente recogía la Declaración en relación a la violencia contra los niños, era necesario corregir el artículo 153 de nuestro Código Civil, que establecía, hasta su modificación en 2007, que «los padres, para educar a sus hijos, podrán reconvenirlos convenientemente», una puerta abierta que durante generaciones ha permitido entender que el bofetón, la ñalgada, el pescozón, el tortazo, el zapatillazo, el cinturón y la hostia a tiempo o a destiempo eran elementos educativos del ser español y de la buena crianza y que eran perfectamente válidos como argumento educativo. Pues eso se acabó, y hay sentencias, durísimas, discutibles y terribles muy recientes que avalan su fin (el que el remedio haya sido peor que la enfermedad, no justifica que la enfermedad no exista).

Quien utiliza la violencia, cualquier forma de violencia como principio de autoridad en la relación educativa con sus hijos, merece ser señalado, no está habilitado para la crianza y merece sanción. Este es un argumento tan rotundo como yo lo veo y tan matizable como ustedes quieran. En estos días he leído con demasiada frecuencia columnistas (en realidad 'columnistos') que defienden las tésis de 'la hostia a tiempo'. ¿Qué hostia? ¿Qué tiempo? Y que, incluso, traen a colación y con nostalgia las que llevaron en casa, y las recuerdan con candor, un síndrome de Estocolmo que no alcanzo a comprender en el siglo XXI. Tener hijos no es una obligación; educarlos, sí. Y ambas cosas requieren aprendizajes. La construcción del apego, el vínculo afectivo y el desarrollo de la sociabilidad son obligaciones de todo padre o madre. El manejo de habilidades y competencias educativas tiene un recorrido duro y complejo; no estoy hablando del 'buenismo educativo', donde al niño no se le corrige, no se le sanciona, no se le ponen límites y normas, pero después de, presuntamente, agotados los argumentos educativos, cuando uno tiene la sensación de quedarse desarmado, es necesario hacer acopio de inteligencia y paciencia, que son las herramientas de las pater-maternidades responsables.

No hay nada más desolador que un niño golpeado. La agresión del adulto es un ejercicio de poder y autoridad brutal que no se consiente hoy entre adultos, y ya mucho menos entre adultos contra adultas. El o la que golpea a un niño para educarlo, ¿ejerce en la práctica el poder de macho dominante de su especie? ¿Se arroga una autoridad que le es negada legalmente en sociedades civilizadas?

Si es usted de disciplina dura, todavía está a tiempo de aprender y cambiar su pauta educativa. Si no, tenga en cuenta que, con carácter general, parece ser que cuando somos mayores los hijos recordamos con una cierta bonhomía todo aquello, pero mejor que le recuerden por los afectos, besos, achuchones y abrazos que usted también reparte a mansalva, ¿no?