TODOS los que nos hicimos maestros en
los primeros ochenta recordaremos como lectura obligatoria en Pedagogía 'El
poema pedagógico', de Makarenko, uno de los grandes popes de la educación
soviética, en el que se narra cuál fue el proceso al que el régimen
sometió a todos los rufianes de la Rusia postzarista hasta convertirlos en
nuevos dirigentes de la juventudes comunistas, los 'komsomoles', que habrían
de gobernar el país y la mitad del mundo durante décadas. En el libro,
Makarenko recuerda que una vez, una sola vez, tuvo que recurrir a la
bofetada para adiestra a un pilluelo desbandado de la disciplina severísima
del internado. Nosotros lo denominamos 'la bofetada pedagógica', esa que se
considera que es bueno administrar por parte de quien educa cuando la
paciencia se agota.
España firmó en 1989, y ratificó en
1990, la Convención de Derechos del Niño de Naciones Unidas, que prohíbe
toda forma de agresión sobre un menor. En 2002, los relatores de la ONU
advirtieron a este país de que, para ajustarse a lo que estrictamente recogía
la Declaración en relación a la violencia contra los niños, era necesario
corregir el artículo 153 de nuestro Código Civil, que establecía, hasta
su modificación en 2007, que «los padres, para educar a sus hijos, podrán
reconvenirlos convenientemente», una puerta abierta que durante
generaciones ha permitido entender que el bofetón, la ñalgada, el pescozón,
el tortazo, el zapatillazo, el cinturón y la hostia a tiempo o a destiempo
eran elementos educativos del ser español y de la buena crianza y que eran
perfectamente válidos como argumento educativo. Pues eso se acabó, y hay
sentencias, durísimas, discutibles y terribles muy recientes que avalan su
fin (el que el remedio haya sido peor que la enfermedad, no justifica que la
enfermedad no exista).
Quien utiliza la violencia, cualquier
forma de violencia como principio de autoridad en la relación educativa con
sus hijos, merece ser señalado, no está habilitado para la crianza y
merece sanción. Este es un argumento tan rotundo como yo lo veo y tan
matizable como ustedes quieran. En estos días he leído con demasiada
frecuencia columnistas (en realidad 'columnistos') que defienden las tésis
de 'la hostia a tiempo'. ¿Qué hostia? ¿Qué tiempo? Y que, incluso, traen
a colación y con nostalgia las que llevaron en casa, y las recuerdan con
candor, un síndrome de Estocolmo que no alcanzo a comprender en el siglo
XXI. Tener hijos no es una obligación; educarlos, sí. Y ambas cosas
requieren aprendizajes. La construcción del apego, el vínculo afectivo y
el desarrollo de la sociabilidad son obligaciones de todo padre o madre. El
manejo de habilidades y competencias educativas tiene un recorrido duro y
complejo; no estoy hablando del 'buenismo educativo', donde al niño no se
le corrige, no se le sanciona, no se le ponen límites y normas, pero después
de, presuntamente, agotados los argumentos educativos, cuando uno tiene la
sensación de quedarse desarmado, es necesario hacer acopio de inteligencia
y paciencia, que son las herramientas de las pater-maternidades
responsables.
No hay nada más desolador que un niño
golpeado. La agresión del adulto es un ejercicio de poder y autoridad
brutal que no se consiente hoy entre adultos, y ya mucho menos entre adultos
contra adultas. El o la que golpea a un niño para educarlo, ¿ejerce en la
práctica el poder de macho dominante de su especie? ¿Se arroga una
autoridad que le es negada legalmente en sociedades civilizadas?
Si es usted de disciplina dura, todavía
está a tiempo de aprender y cambiar su pauta educativa. Si no, tenga en
cuenta que, con carácter general, parece ser que cuando somos mayores los
hijos recordamos con una cierta bonhomía todo aquello, pero mejor que le
recuerden por los afectos, besos, achuchones y abrazos que usted también
reparte a mansalva, ¿no?