No solo en las calles la violencia se vive con todas sus
letras, sino también en los hogares
Es
una verdad de Perogrullo que la infancia es una etapa
trascendental para las personas, pues es en este periodo
cuando se desarrollan los esquemas básicos para
comprender y actuar en el mundo. No obstante, pese a su
importancia para la sociedad, son pocas las políticas
públicas orientadas a brindar una sana infancia a las
niñas y niños bolivianos.
Los
elevados índices de maltrato infantil que cada año se
repiten, con tendencias al alza, son una prueba de ello.
Por ejemplo, de enero a agosto de este año la Policía
registró 1.016 casos de violencia infantil en el país.
El 70% corresponde a denuncias de violencia física,
psicológica y/o mediática dentro y fuera de los hogares;
y el restante 30% (300 casos), a abusos sexuales,
lesiones leves o graves y asesinatos.
Cuando no acaban con la muerte del infante, muchos de
estos maltratos, además de heridas físicas, dejan una
raíz de rechazo y vergüenza, cuyos frutos deterioran la
salud de los niños y les impiden mantener relaciones
sanas y duraderas, lo que a la postre deteriora su
desarrollo.
Habida cuenta de que son muchos más los casos que se
quedan tras bambalinas que los que salen a la luz, no
resulta exagerado afirmar que decenas de miles, tal vez
cientos, de menores atraviesan una infancia traumática
en el país, cuando deberían estar viviendo una de las
etapas más gratificantes de su vida. Esta lamentable
situación nos recuerda que no solo en las calles la
miseria se vive con todas sus letras, sino también en
muchos hogares. Además, se trata de un fenómeno que
tiene un alto costo para la sociedad, pues es una de las
principales causas de la inseguridad en las calles, que
compromete los niveles de cualificación y productividad
de la fuerza laboral a mediano y largo plazo, así como
la capacidad económica y productiva de un país.
Estos datos
revelan que frecuentemente nos olvidamos de que todos
los niños y niñas tienen el derecho a ser protegidos
contra cualquier forma de maltrato, y que es
responsabilidad del Estado y de la sociedad en su
conjunto garantizar la integridad física y emocional de
los más pequeños. Y eso pasa primero por visibilizar y
repudiar estos hechos, que suelen pasar desapercibidos
o, peor aún, sin ser escuchados y atendidos como
debieran cuando salen a la luz. Por otra parte, urge
tratar este problema como un asunto de salud pública,
promoviendo una convivencia pacífica y una relación más
sana en los hogares.
Adicionalmente,
sería deseable un sistema sanitario que asista a la
población en materia de salud mental, con programas de
psiquiatría que se ocupen de identificar y tratar a los
potenciales pederastas en particular, y a los violadores
en general, a partir de una serie de señales de alerta,
entre las que se cuentan por ejemplo el maltrato de los
animales, imposibilidad de manejar la frustración o
conductas de oposición extrema hacia los padres y otras
autoridades.