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Maltrato infantil y trauma complejo
Carmen Alemany Panadero
Imagen: TeleSurEn el CSS hemos
atendido a menores que referían haber sufrido malos tratos físicos y
psíquicos. En ocasiones, estos menores habían sufrido episodios violentos y
abusos de forma prolongada antes de llegar a Servicios Sociales. En otros
casos, el propio sistema de Servicios Sociales les ha fallado a estos niños,
por cambios de profesional, cambios de domicilio y de Centro, traslados,
temores a la hora de intervenir o notificar, falta de protocolos y criterios
comunes, falta de recursos y otras razones. Muchos niños y adolescentes con
los que trabajamos portan una pesada “mochila” a sus espaldas, después de
toda una vida de violencia y maltrato acumulado, por parte de sus allegados.
La psicóloga y experta en
trauma Christine Courtois describe el trauma complejo como un tipo de trauma
que tiene lugar de forma repetida y acumulativa durante un período de tiempo
y dentro de relaciones y contextos específicos. Se debe a la acumulación a
lo largo del tiempo de traumas repetidos, malos tratos, abusos físicos,
psíquicos o sexuales, o circunstancias adversas graves. No todas las
personas que sufren diversos traumas desarrollan trauma complejo, pero el
trauma complejo siempre implica haber sufrido múltiples traumas. La primera
autora en describir el trauma complejo fue Judith Herman.
López Soler (2008) señala que
el trauma complejo compromete todo el desarrollo de la personalidad de un
menor. El niño se encuentra en un ambiente del que no puede escapar, en una
edad en la que aún su personalidad está inmadura. Las personas que le ponen
en peligro son las más cercanas, las que deberían protegerle. Ese entorno
violento o amenazador se establece como mundo de referencia. Muchos niños
afectados incorporan el sistema de creencias del agresor de modo defensivo
(síndrome de Estocolmo), porque sienten que no hacerlo aumenta los ataques y
el peligro (López Soler, 2008).
Hay que tener en cuenta que
los niños pequeños desarrollan el vínculo de apego hacia las figuras de
referencia. La madre es una estructura afectiva, un centro de referencia
para el bebé, el vínculo con la madre es esencial para la vida. Ese apego se
desarrolla incluso cuando la figura de referencia es violenta o abusiva, ya
que el menor necesita de esa figura para sobrevivir (Barudy, 1998). Los
lazos de apego son sinónimo de supervivencia. Por ello, desarrolla conductas
y vínculos que en ese momento le son útiles para su supervivencia inmediata
en ese entorno, pero que a lo largo de su vida pueden resultar
disfuncionales. De esta situación pueden surgir los apegos inseguros: apego
ansioso o ambivalente, apego evitativo o apego desorganizado. En las
familias de padres maltratantes, surgen con frecuencia los apegos evitativos
y desorganizados.
El DSM-V (American Psychiatric
Association, 2014) no recoge como trastorno el Trauma Complejo. El
diagnóstico más cercano sería el Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT).
Algunas formas de maltrato pueden provocar alteraciones similares a las del
TEPT, pero en muchos casos las consecuencias lo exceden, llegando a ser más
devastadoras y duraderas.
Judith Herman (1992) recoge en
su obra una serie de signos y síntomas del trauma complejo, entre las que
hallamos la alteración en la regulación de las emociones (rabia, conductas
autolesivas), embotamiento, amnesia, episodios disociativos,
despersonalización, sentido crónico de culpabilidad y vergüenza, síndrome de
Estocolmo respecto al maltratador, dificultades para confiar en otras
personas e intimar, problemas psicosomáticos, gran desesperanza acerca del
mundo, de los demás y del futuro, creer que jamás encontrarán a nadie que
les entienda. Barudy (1998) añade la baja autoestima, ansiedad, angustia,
depresión, bajo rendimiento académico, y señala también los comportamientos
autodestructivos, automutilación, y comportamientos de adaptación a la
situación de violencia.
Los síntomas disociativos
surgen como una respuesta protectora natural ante la experiencia traumática.
Entre estos síntomas podemos mencionar el olvido de la experiencia, la
fragmentación (alejarse mentalmente de la situación de modo que se siente
que no es uno mismo quien está viviendo la experiencia), el embotamiento
emocional, despersonalización y desrealización.
El maltrato infantil
continuado tiene graves consecuencias en los menores. Algunas de esas
secuelas les acompañarán durante toda su vida. Muchos experimentan
dificultades para establecer relaciones íntimas incluso cuando ya han salido
del entorno de riesgo, dificultades para vincular, miedo al afecto,
desarrollo de un trastorno disociativo de la personalidad, problemas
emocionales y de conducta, agresividad, autolesiones, violencia
transgeneracional (convertirse ellos mismos en perpetradores de malos
tratos), sentimientos duraderos de culpa o vergüenza, internalizar a su
agresor y su forma de ver la vida (desarrollando una “voz interior”),
La intervención con estos
casos ha de ser individualizada, adaptándose a las características y
necesidades de la persona afectada. Courtois y Ford (2009) han sugerido
diversos enfoques para la intervención: terapia centrada en emociones,
terapia familiar sistémica, psicoterapia sensoriomotriz, EMDR, terapia
dialéctica conductual, terapia cognitivo-conductual, terapia psicodinámica,
terapia grupal.
Jorge Barudy (1998), en su
libro El dolor
invisible de la infancia, propone un modelo de redes, en el que
participaría un equipo multidisciplinar que movilizara los recursos
institucionales, profesionales, familiares y de sus redes sociales, con un
enfoque sistémico e intracomunitario, haciendo énfasis en la prevención.
Trabajaría en dos niveles, el nivel de atención primaria (pediatra,
enfermera, trabajador social, maestros de la escuela, animador sociocultural
del barrio), y especializado (equipos pluridisciplinares especializados,
prevención y tratamiento de situaciones de maltrato infantil). Este autor
subraya la necesidad de proteger a los profesionales que intervienen en este
enfoque ecosistémico, por el riesgo de síndrome de burnout.
Tan importante es proteger al menor como a las personas que tratan de
proteger al menor. La intervención en estos casos es conflictiva para el
profesional, pues tiene que entrar de forma más o menos agresiva en una
familia, cuestionando sus representaciones, sus mapas del mundo, la manera
en que resuelven sus necesidades y educan a sus niños.
Judith Herman señala que la
curación sólo puede darse dentro de una relación personal cercana que ayude
a sanar. Pueden ayudar las relaciones familiares, con amigos cercanos, con
los hijos, y por supuesto, una relación cercana con el terapeuta, que
permita recuperar la confianza y volver a integrar las partes fragmentadas
en un todo coherente. En este sentido, para esta autora la relación personal
sería la clave que permitiría reconstruir la confianza y la capacidad de
vincular.
Desde nuestros Centros de
Servicios Sociales se pueden llevar a cabo varias acciones para la
prevención secundaria de menores que ya han sufrido violencia y abusos en el
hogar. Desde los Equipos de Trabajo con Menores y Familias (ETMF), que son
estructuras de coordinación entre varios entes y órganos, se puede
considerar la derivación del menor al Centro de Atención a la Infancia
(CAI). En los CAI cuentan con un equipo multidisciplinar de psicólogos,
educadores y trabajadores sociales para intervenir con estos casos. La
valoración de la labor de los CAI es muy positiva a la vista de las
encuestas de satisfacción y de las memorias anuales. A partir de ciertas
edades, en especial con adolescentes, es posible considerar la derivación al
ASPA o al CAF, dependiendo de las características del caso.
Barudy señala la frecuente
falta de organización y coordinación entre los diferentes niveles
institucionales. Esta cuestión la he tratado en un artículo anterior (ver Luces
y sombras en la protección de menores). Existen problemas de
coordinación y discrepancias entre los servicios sociales públicos y las
entidades del tercer sector que trabajan con menores. La Federación Injucam
en su informe Diez
claves para entender lo que está pasando con las coordinaciones entre
servicios sociales, colegios, institutos y las asociaciones de infancia,
realiza una crítica a los servicios de protección de menores. Subraya la
descoordinación con las asociaciones que trabajan con el menor, que no
existe un auténtico trabajo en red, que no se quiere a estas entidades en
los ETMF porque se muestran críticas, e insisten en la protección del
interés superior del menor por encima de consideraciones políticas o
administrativas. Asimismo, señala que la intervención de servicios sociales
llega “tarde,
mal y a veces nunca”, y en ocasiones se da por perdido al menor si
plantea problemas graves o se acerca a la mayoría de edad. Denuncia también
la grave saturación de los servicios, la falta de recursos, y la falta de
adaptación a las necesidades específicas de cada niño.
Por su parte, la trabajadora
social Alicia Sánchez se plantea en su blog si en los ETMF se alcanza el
objetivo, garantizar la protección de los menores, o simplemente se comentan
las situaciones buscando las soluciones más rápidas. Para esta trabajadora
social hay un problema de falta de recursos, falta de tiempo para cada caso
particular, y un cierto hartazgo de los profesionales, que llevan a una
pérdida de interés y motivación. Lo señala con la demoledora frase “(los
servicios sociales) deben pensar ¿para qué?, tenemos tantos casos que es
absurdo buscar soluciones cuando no hay tiempo, ni recursos, ni ganas”.
Barudy (1998) afirma que uno
de los desafíos de cualquier programa de intervención es lograr una
coordinación de los diferentes niveles institucionales, profesionales,
servicios e instituciones que intervienen, se necesita compromiso solidario,
intercambio de información y creatividad.
Desde el Trabajo Social puede
llevarse a cabo una importante labor en la prevención de los abusos y malos
tratos a menores, así como en la detección y valoración de los mismos,
intervención con las familias y coordinación con otros profesionales y
servicios. El trabajador social es un elemento esencial en la detección
inicial y valoración del maltrato, y en la intervención con familias para
prevenir el desarrollo de situaciones de violencia o abuso. En ocasiones, la
falta de recursos humanos, la falta de tiempo para la intervención, la
brevedad de las citas, y las listas de espera en Servicios Sociales,
dificultan la labor de estos profesionales, que ven como las citas con las
familias se hacen esporádicas y es más complicado realizar un seguimiento de
la situación familiar.
Teniendo en cuenta la
importancia de esta cuestión, las graves consecuencias del maltrato
prolongado y acumulativo, las importantes secuelas que puede mostrar la
persona a lo largo de toda su vida, y el riesgo de transmisión
intergeneracional del maltrato, es fundamental dotar a las Unidades de
Trabajo Social de los Centros de Servicios Sociales de recursos humanos
suficientes para realizar su labor. En las fases de sospecha inicial,
detección, valoración, y seguimiento de un caso de riesgo es cuando se “caen
por las grietas del sistema” muchos menores, debido a la falta de
seguimiento, la escasa frecuencia de las citas con servicios sociales, la
sobrecarga de los profesionales que se encuentran con varios cientos de
casos de gran complejidad, las inseguridades, temores y dudas de ciudadanos
y profesionales a la hora de notificar sospechas de maltrato, y la
descoordinación entre servicios. Es necesario establecer protocolos y
criterios comunes, darlos a conocer, sensibilizar a ciudadanos y
profesionales, mejorar la coordinación entre servicios y recursos, y
aumentar los recursos humanos y financieros para la protección de menores.
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