En
cuanto capturan a un criminal, los tópicos caen y se arremolinan a
su alrededor como las hojas en otoño. Los vecinos requeridos a los
que acercaban las alcachofas de la prensa no dejaban de repetir el
mantra que se oye en estos casos: “Era un tipo normal”. Parece que
los periodistas estuvieran buscando a uno que les llevase la
contraria, que explicara que no, que el tío tenía los ojos tintos en
sangre y que babeaba en cuanto veía a una niña por la calle. Lo
mejor de todo es cuando una de las reporteras aseguró, en un exceso
de celo informativo, que “ni siquiera la familia sospechaba nada”,
una inferencia bastante arriesgada cuando, aparte de un largo
historial delictivo con cargos de secuestro, detención ilegal,
maltratos y robo con violencia, Antonio Ortiz había cumplido siete
años de prisión por abusos a una niña en la década de los noventa.
Por
otra parte, tampoco falta entre el público quien critique la
tardanza y la torpeza de las investigaciones, como si fuese sencillo
detener a uno de estos monstruos. Durante más de un año, Marc
Dutroux, el pavoroso asesino de niñas belga, violó, secuestró y
torturó a media docena de niñas hasta que la policía logró
capturarlo. Luego se supo que Dutroux no sólo contaba con la
complicidad de su mujer, sino que se conjeturó que trabajaba para
una amplia red de pederastia nacional e internacional. Aprovechando
su aspecto infantil y sus cincuenta kilos escasos, Neil Havens
Rodreick se matriculó en varios colegios estadounidenses haciéndose
pasar por un alumno de doce años cuando en realidad contaba más de
veinte. Se depilaba a diario y se maquillaba con tal perfección,
simulando el acné juvenil, que ninguno de sus compañeros ni de sus
profesores podía imaginar que tenían a un depredador sexual sentado
en el aula. Rodreick llevaba su actuación hasta el límite, caminando
con un monopatín bajo el brazo y dejándose maltratar por otros
alumnos, hasta que en 2007, en Chino Valley, alguien sospechó que se
trataba de un niño secuestrado y se acabó el teatro. Pero tal vez el
caso más impresionante sea el de Dean Arthur Schwartzmiller, un
sexagenario que, según la información que la policía encontró en su
casa, delinquió impunemente durante treinta y seis años, en México,
Brasil y Estados Unidos. En sus diarios se vanagloriaba de haber
abusado de más de treinta y seis mil menores: tocan a unos mil niños
por año y más de dos abusos por día, lo que le convierte en un
pederasta a tiempo completo. A pesar de que a lo largo de su vida
Schwartzmiller fue detenido y condenado varias veces y llegó a estar
preso unos años, era tan astuto que siempre lograba salir indemne.
Lamento
haberles dejado mal cuerpo pero es mejor poner las cosas en
perspectiva. Sé un poco de estas cosas porque años atrás colaboré en
la redacción de un libro, Siete crímenes casi perfectos,
escrito conjuntamente junto a los criminólogos Beatriz de Vicente y
Angel García Collante, y mi amigo y colega Rafael Reig. Tuve que
documentarme sobre una serie de casos de la reciente historia
criminal española y sin duda el que más asco me produjo fue el de
Alvaro Iglesias Gómez, alias Nanysex, el violador de bebés. Como
creo firmemente, y espero no equivocarme, que la literatura es
también un ejercicio de empatía, se me revolvieron las tripas al
leer los archivos y enterarme de ciertos detalles. Por desgracia,
entre esta fauna, Antonio Ortiz es, en efecto, un pederasta de lo
más normal.