Julieta
Añazco empezó a recordar cuando nació su nieto y sintió un
miedo repentino que no sabía explicar. "Me empezaron a venir
imágenes que había olvidado y no lo pude parar", dice Añazco a
pocos metros de la catedral de la ciudad argentina de La
Plata. Aún no había cumplido los 10 años cuando el cura Héctor
Ricardo Giménez la manoseó por primera vez, durante un
campamento de verano. "Los abusos los perpetraba en el momento
de la confesión. Nos hacía hacer una fila larga y todos
pasábamos de a uno en una carpa. Mientras le confesábamos los
pecados en su oído, pegados a su cuerpo, él nos tocaba. Y
después decía que lo que allí sucedía no lo teníamos que
contar porque era secreto de confesión y si lo hacíamos
iríamos al infierno porque era un pecado. Y le hacíamos caso",
relata.
Familiares
aguardan noticias frente a la sede del Instituto Próvolo de
Mendoza. Télam
Por las
noches, asegura que el sacerdote se desnudaba en la tienda de
campaña en la que dormía junto a otras cuatro o cinco niñas y
les tocaba el sexo. También aparecía en las duchas y las
enjabonaba. "Éramos niñas y adolescentes, no sabíamos bien qué
pasaba. Nos quedamos paralizadas", responde. La imposibilidad
de plantar cara al abusador y el miedo a contar lo que les
hacía alguien que consideraban "lo más cercano a Dios" se
repiten en el testimonio de muchas víctimas de curas pedófilos
que permanecieron en silencio durante décadas. Argentina,
el país del papa
Francisco, se ha visto sacudida en los últimos meses por
varios escándalos
protagonizados por sacerdotes y
cada vez son más los que acuden a los tribunales para exigir
justicia.
El caso más
resonante en manos de la Justicia argentina es el que
investiga los supuestos abusos cometidos
contra niños sordos en
institutos de las ciudades argentinas de La Plata y Mendoza.
Nicolás Corradi, de 82 años, y Horacio Corbacho, de 56, están
imputados por "abuso sexual agravado con acceso carnal y sexo
oral" contra al menos una veintena de niños hipoacúsicos de
entre 10 y 12 años en el Instituto Próvolo de Mendoza. Los
alumnos eran forzados a practicar sexo oral en presencia de
los curas. Algunos fueron violados y golpeados, según sus
relatos. El
infierno que denuncian lo vivieron antes otros alumnos en la
ciudad italiana de Verona, donde Corradi fue acusado de
abuso sexual en los años 60. En vez de ser expulsado de la
Iglesia católica, sus superiores ordenaron trasladarlo a
Argentina. Los abusos y las golpizas se reanudaron en este
país, primero en La Plata y después en Mendoza. En ambas
arquidiócesis niegan haber sido informados de sus antecedentes
en Verona, que habrían evitado nuevas vejaciones. Las víctimas
y sus abogados lo ponen en duda.
"Tolerancia
cero"
Ante una
denuncia, los obispos deben apartar al sacerdote, abrir una
investigación y remitirla al Vaticano. Las directrices
eclesiásticas contemplan también que la Iglesia se ponga del
lado de las víctimas y las acompañe, incluso si deciden acudir
a la Justicia penal. "Desde hace tiempo la Iglesia no
solamente está trabajando en los casos que se van descubriendo
de abuso sexual a menores sino también en la formación de los
sacerdotes. La Iglesia tiene una mirada no solamente para ver
lo que pasó sino para evitar que pase, para hacer lo imposible
para que estos casos no se vuelvan a repetir", dicen fuentes
de la curia porteña. Desde el Vaticano, Francisco ha exigido
"tolerancia cero" contra los curas pederastas y ha pedido a la
jerarquia eclesiástica que tome las medidas necesarias contra
esos crímenes.
En su país
denuncian que en muchos casos eso no ocurre. "Los cambios
impulsados por Bergoglio son barnices, son gestos pour
la galerie, para salvar la imagen de la institución",
critica el letrado Carlos Lombardi, de la Red
de Sobrevivientes de abuso eclesiástico. "El superior de
Corradi en Italia era el obispo (Giuseppe) Carraro, que hoy
está en trámite de beatificación por parte del papa",
denuncia. Llama la atención también sobre el padre Julio César
Grassi, que no ha sido expulsado de la Iglesia pese a su
condena a 15 años de cárcel por abuso sexual agravado contra
un menor. Añazco critica el hermetismo con el que la Iglesia
lleva la investigación interna sobre su denuncia y la
indiferencia del Papa frente a la carta que le escribieron
varias víctimas.
Lombardi
representa a querellantes contra curas pedófilos desde hace
siete años. Su primer caso fue el del mendocino Iván González,
quien comenzó a ser abusado a los 19 años por el entonces
diácono Jorge Luis Morello, responsable de su formación en el
seminario. "Empezó con tocamientos en el cuello, decía que le
dolía el cuello. Y fue avanzando de a poco, hasta que un día
me tocó de más y me quedé helado", recuerda González casi dos
décadas después. Asegura que el abuso se prolongó durante
cuatro años, en los que el diácono le obligaba a guardar
silencio bajo la amenaza de que si alguien se enteraba no
podría entrar en el seminario.
Omar tenía
17 años y era, según sus propias palabras, un joven
"introvertido, callado y de pocos amigos". Cuenta que las
vejaciones empezaron durante un campamento, cuando compartió
la tienda de campaña con un sacerdote que había sido la
primera persona a la que se había atrevido a confesar que su
padre abusó de él. "Comenzó con caricias, manoseos y luego
concretó el abuso. Todo el tiempo me sentía mal, paralizado,
angustiado. Me despertaba y tenía una angustia que no se
pasaba con nada. Vivía con mis abuelos en ese momento y no se
lo podía contar a la familia", describe.
Complicidad
civil
Omar decidió
acudir al psicólogo, pero este le recomendó no denunciar al
cura para evitar el desgaste y la exposición que sufriría. Le
hizo caso y el delito prescribió. Lo mismo le ocurrió a
González. Sin embargo, más tarde González decidió querellarse
contra elArzobispado
de Mendoza por
daños morales ante sus reiteradas negativas para informarle
sobre la causa eclesiástica abierta contra Morello. El
Tribunal Superior de Justicia provincial le dio la razón en
2015 y obligó a indemnizarlo con 30.000 pesos (3.750 dólares
en el momento de la sentencia).
González
asegura que en algún momento todas las víctimas han pensado en
suicidarse y por eso se consideran supervivientes. Cree que de
a poco la sociedad argentina comienza a entender que no
mienten, aunque en su momento no opusiesen resistencia ni
denunciasen. "Tiene que ver con el poder del abusador sobre la
víctima, te paraliza", explica.
El cambio social se percibe también en que cada vez son más
los menores que se atreven a poner en palabras el horror que
sufren, sin esperar a que pase el tiempo. Uno de ellos fue
Renzo, el hijo de 11 años de Silvia Muñoz, habitante de una
pequeña localidad de Entre Ríos. Hace unos meses, Renzo la
sentó en la cama y le dijo que le tenía que hablar del cura
del pueblo, el colombiano Juan Diego Escobar. "El cura me
lleva a la pieza, me encierra y me toca. Me toca las bolas, el
pito, por encima del calzoncillo", le dijo a su madre. Se
quedó helada y se largó a llorar desconsoladamente. Después,
decidió denunciarlo. La decisión de acudir a la justicia la
enfrentó en un primer momento con los vecinos, pero las
críticas disminuyeron cuando apareció otro denunciante.
"Quiero que vaya preso, porque sino seguirá haciendo lo mismo
en otros lugares", dice Muñoz. En unos meses comenzará el
juicio contra el cura Juan José Ilarraz, acusado de abusar de
medio centenar de seminaristas de 10 a 14 años, entre 1984 y
1992, en la ciudad de Paraná. "Esto es la punta del iceberg. A
medida que las víctimas pierdan el miedo sabremos cuántos más
casos hay", asegura Lombardi.