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Los seres invisibles
17/01/2017

Hace unos
días vi una película que
me impactó y me produjo desasosiego. La historia de una
niña que acababa muerta: un daño
colateral del combate al terrorismo.
La jefa del
grupo militar encargada de tal misión,
Helen Mirren, dura, decidida, sin escrúpulos, ordena seguir
adelante con la misión. Ordena, incluso, a los expertos cuál tiene que ser
su dictamen para seguir adelante a pesar del daño evidente que se iba a
producir. La cadena de mando se va pasando la pelota, dudan, pero poco. Ella
es la que permanece impasible desde el principio y la que ordena dar el
golpe final.
Aparte de
las muchas lecturas que pueda tener la película, me interesa la niña y no
desde un punto de vista de sensiblería o llanto fácil. Me interesa como ser
invisible, como la representante de los
seres invisibles que somos los ciudadanos. Casi todos.
La niña con
vestido y velo rojos. La niña que va a vender el pan que ha amasado la madre
y se sienta, formalita, tras una mesa de madera que hace las veces de
mostrador en medio de una calle con el suelo de tierra. La niña que coloca
un mantelito con mucho mimo y va dejando las hogazas de pan sobre él,
redondas, doradas, apetitosas, con sumo cuidado. La niña que un momento
antes jugaba feliz, con el permiso de su padre, en el patio de su casa. La
niña que acaba muriendo por unos segundos porque recoge el mantelito con
parsimonia al acabar la venta del pan y lo va doblando con delicadeza para
que no se arrugue antes de meterlo en la cesta. La niña obediente que hace
siempre lo que tiene que hacer y recibe como premio una bomba lanzada desde
el otro lado del mundo.
Murió, como
tantos inocentes han muerto y morirán en este mundo cruel. Como morirán
muchos por esas otras bombas que unos iluminados se cuelgan del cuerpo y
hacer estallar en nombre de un dios con el que van a compartir el paraíso
gracias a su hazaña de muerte.
Los seres
invisibles. Los que no cuentan ni para unos ni para otros. Números.
Da igual que muera la del vestidito y el velo rojos porque, si no, morirán,
argumentan, acaso, ochenta o cien. ¿Y qué le importa a ella o a sus padres
que la llorarán ya siempre? Dejarán de morir otros o no. Los mandos siempre
encuentran justificación para los daños colaterales. El mal menor, la
legítima defensa, son ellos o nosotros…
Ellos se
creen superiores cuando claman a su dios. Y nosotros nos creemos superiores
por no tenerlo o porque el nuestro es más misericordioso. En nuestro nombre
porque somos los buenos, en su nombre porque son los buenos se liquida lo
que se ponga por delante. En nombre de no se sabe qué verdades supremas se
asesina a los seres invisibles. Siempre ha sido así y no parece que vaya a
cambiar.
A veces, nos
pensamos a salvo los seres invisibles de estas latitudes.
Ridículamente ufanos, orgullosos, prepotentes, hasta que alguna explosión
nos devuelve a la realidad y nos recuerda que no somos diferentes, que no
hay otras razas, ni otras ideologías, ni otras religiones, que lo que nos
une a todos es, precisamente, nuestra condición de seres invisibles.
La Constitución
de la II República española, en el colmo de la utopía, prohibió la guerra y
acabó en una fosa común con muchos de los que la proclamaron o la
defendieron.
No se aprende nada de la historia. Nunca. Así que no parece probable que sea
abolida la barbarie. Menos cuando los que manejan sus hilos, en lo que hemos
llamado con superioridad pueril los países civilizados, sean tan fatuos,
insensibles, incultos, prepotentes y groseros como Trump y compañía.
Para jamás la
utopía.
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