Marc Bassets
18 de
octubre 2020
La última
clase de tercer curso de secundaria la dedicó a
hablar de las desigualdades y de la Segunda Guerra
Mundial, recuerdan algunos alumnos. Samuel Paty,
profesor en el Collège du Bois-D’Aulne de
Conflants-Sainte-Honorine, municipio de 35.000
habitantes al noroeste de París, era así. Conectaba
temas distintos. Hacía interesantes la historia y la
geografía, las materias que enseñaba, además de la
educación moral y cívica. “Era alguien sonriente y
alegre, próximo a los alumnos y orgulloso de ellos.
Siempre nos animaba a hacerlo mejor”, decía el
sábado Elinor Do Nascimento, de 14 años. En Francia,
las clases cesan durante dos semanas a medio otoño,
las vacaciones de Todos los Santos. El viernes 16 de
octubre era un día de despedida, un hasta la
próxima. “Nos deseó buenas vacaciones y nos dijo que
nos veríamos en el regreso de las clases”, explica
Do Nascimento.
Nunca lo
volvieron a ver. Unas horas después, la noticia
empezó a circular por las redes sociales y los
adolescentes sufrieron un shock, y una
lección trágica del mundo que les espera, que jamás
olvidarán. Monsieur Paty, el profe de histoire-géo,
había muerto. Un hombre armado con un cuchillo de 32
centímetros apareció a media tarde ante la escuela.
Primero, preguntó a los alumnos por el profesor.
Después, le siguió en dirección a su casa. Le
atacó con el cuchillo. Le decapitó. Fotografió
el cadáver decapitado y subió la imagen a la red
social Twitter con un mensaje “en el nombre de Alá,
el todo misericordioso” y dirigido a “Macron, el
dirigente de los infieles”. “He ejecutado a uno de
tus perros del infierno que han osado rebajar a
Mahoma”, decía. La policía le siguió. Él les plantó
cara. Le dispararon y murió.
Desde el
ataque contra una escuela judía en Toulouse en 2012
Francia ha sufrido 54 actos de terrorismo islamista,
con un balance de 290 muertos, según un estudio del
instituto Fondapol. La decapitación el viernes no es
el primer asesinato con este método, pero sí el
primero en golpear el corazón de la República, que
es la escuela. Por primera vez, la víctima es un
profesor que hacía —y con excelencia, según los
testimonios recogidos en Conflans-Sainte-Honorine—
su trabajo: educar a los futuros ciudadanos adultos.
Samuel Paty era lo que el escritor de principios del
siglo XX Charles Péguy llamó los “húsares negros”,
los soldados con tiza y pizarra encargados de llevar
a todos los rincones de la nación los valores de liberté,
égalité, fraternité, inscritos en la fachada de
esta y de todas las escuelas de la República.
Paty —47
años y padre de un niño— era uno de estos tipos,
educadores en un espacio, la escuela, que muchos en
Francia ven cada vez más como el primer frente ante
la intoxicación sectaria. Ser profesor de historia y
geografía no es poca cosa en este país. Es quien
expone a alumnos de las procedencias más diversas,
de religiones distintas (o sin religión) y de
diferentes medios sociales aquello que ha hecho y
deshecho a este país, aquello que le une y le
divide, sus glorias y sus traumas. Uno de los
traumas recientes eran los atentados terroristas de
enero de 2015, que desde septiembre se están
juzgando en París. El
ataque al semanario satírico Charlie Hebdo—que
había publicado caricaturas de Mahoma y no se
refrenaba ante las burlas de cualquier religión— fue
un electrochoque para la sociedad francesa: en
Francia, en el siglo XXI, se podía morir por
publicar unos dibujos.
La policía francesa, en Villejuif, en el
sur de París, donde se produjo el
atentado. En vídeo, crónica del ataque.Reuters
/ epv
Todo esto es
lo que intentaba explicar a principios de octubre
Paty a los alumnos de cuarto —13 años— en una clase
que tuvo un epílogo funesto. Circularon versiones
confusas y contradictorias. Se dijo que el docente
había pedido a los alumnos musulmanes que levantasen
la mano, y entonces los habría invitado a marcharse.
En realidad, dijo que quien no quisiera mirar las
caricaturas del profeta del islam que iba a mostrar
podía cerrar los ojos, desviar la vista o salir del
aula. Un padre protestó, y activó una campaña
furibunda en las redes sociales. Escribió mensajes
en los que le insultaba y la acusaba de difundir
pornografía. Fue en persona a la escuela para
quejarse. Pidió su expulsión del centro. Grabó un
vídeo que se viralizó en círculos islamistas
radicales. Elevó una denuncia a la comisaría. La
policía le detuvo para interrogarlo, junto
a otras ocho personas, entre ellas cuatro familiares
del terrorista, un checheno nacido en Moscú en
2002 que vivía legalmente en Évreux, a 80 kilómetros
de Conflans-Sainte-Honorine como refugiado. No era
alumno de la escuela.
Frente al
Collège du Bois-D’Aulne —una escuela rodeada de
campos deportivos en un barrio residencial de clase
media—, decenas de padres, alumnos y vecinos
acudieron durante toda la jornada a rendir homenaje
al profesor. Entre los asistentes, muchos
profesores. “Ha ocurrido en Conflans, pero podría
haber podido ocurrir en cualquier de Francia”, decía
Jeanine Vinouze, directora ya jubilada de otra
escuela en la ciudad y vecina del barrio. Mientras
hablaba, le temblaban la voz, las manos, las
piernas. Algunos temen la autocensura entre los
educadores, un debate similar al que afectó a la
prensa tras los atentados de 2015. Claire Guyomarch,
maestra de primaria en otro centro, señalaba otra
preocupación: el descontrol de los padres —no de los
jóvenes— en las redes sociales. “No se puede decir
cualquier cosa. Nosotros tenemos problemas
habituales de difamación, padres que proponen
golpear al docente cuando lo que hace no les gusta.
Nunca ocurre nada después. Ahora tenemos un muerto”,
dice Guyomarch. Hoy en Francia —cinco años después
del “Je
suis Charlie” en solidaridad con Charlie
Hebdo— ha nacido otro lema: “Je suis prof”.
“Soy profe”.