Reflexiones de Juan Naranjo, un profesor de Historia de Málaga al ver a
adolescentes a los que dio clase seducidos por la ultraderecha. Sus sensaciones
las plasmó en un hilo en Twitter que se ha hecho viral: «En mi clase, delante de
mis ojos, estaban creciendo fascistas». En este artículo explica qué le llevó a
escribirlo y las reacciones que ha recibido
Desolado. Esa es la primera palabra que se me viene a la cabeza cuando intento
describir mi estado emocional del domingo por la noche cuando,
delante de la pantalla del ordenador, empezaba a conocer el escrutinio de
las elecciones andaluzas. No me cabía en la cabeza que en Andalucía
se hubiese cristalizado la amenaza ultraderechista. Hasta ese
momento pensaba que aquello era cosa de otros países, que en España teníamos
la lección demasiado fresca, que el ridículo de la campaña electoral de Vox
había sido tan grande que de ninguna forma alcanzarían ese escaño que
pronosticaban las encuestas.
Como para cualquier demócrata, la noche del domingo
al lunes fue difícil para mí. Entre mis seres queridos, de distinta
orientación política, predominaban las caras de asombro, de frustración, de
incredulidad. La ultraderecha ya no era un asustaviejas de los
medios de comunicación, era una realidad que pronto se
materializaría en el Parlamento andaluz. Y, para nuestra sorpresa, algunas
de las fuerzas políticas que se autoproclamaban como ganadoras (aun habiendo
perdido un buen número de escaños) hablaban con naturalidad de la existencia
de la posibilidad de negociar con un partido que defiende valores
antidemocráticos, con un partido que entra en el gobierno andaluz queriendo
hacerlo desaparecer, con un partido en cuya comparecencia no se exhibía
ninguna bandera de Andalucía y que hablaba de papeletas rojigualdas, con un
partido que definía su irrupción en la política nacional como el inicio de
'la reconquista'.
Los datos que se iban conociendo eran devastadores: casi
400.000 andaluces otorgaron su voto a un partido con un ideario fascista.
Casi 400.000 andaluces habían apoyado a un partido cuyo candidato por Málaga
confesaba, al
ser entrevistado hace unos días por Iván Gelibter en este periódico,
que el franquismo no había sido una dictadura y que las feministas
eran «un grupo agresivo de señoras muy organizadas y muy subvencionadas».
Ante esta sarta de barbaridades me pregunté, ¿quién sería ese uno de
cada diez andaluces que ha votado a un partido claramente fascista?.
Desconcertado entré a Twitter tratando de
buscar respuesta a esta pregunta. En uno de los primeros tweets que
salieron en mi muro, una chica compartía el pantallazo de su Instagram en el
que había podido localizar en un par de clics cuáles de los seguidores de
Vox le seguían también a ella. Seis de sus contactos seguían a esta
formación neofascista. Por supuesto, esta chica los eliminó inmediatamente:
no quería tener nada que ver con gente que seguía en redes la cuenta de un
partido cuyo líder habla en este tono de las mujeres:
Yo soy profesor de instituto. No
llevo muchos años, pero ya hay estudiantes a los que les di clase en la ESO
que ahora están terminando la carrera. Antes de poder volver a Málaga he
viajado por toda Andalucía dando clase de Historia en institutos muy
distintos entre sí. Soy un gran aficionado a Twitter y a YouTube;
Instagram no me gusta (lo veo demasiado frívolo y volátil) pero hace unos
años un grupo de alumnos me animó a que me inscribiera en esa red social,
que es la única que ellos usan, para poder mantener el contacto una vez
terminadas las clases y así poder estar al día de nuestras respectivas
vidas. El sentimiento de pérdida es muy fuerte cuando te despides para
siempre de unos adolescentes con los que has convivido nueve meses y en cuya
educación te has volcado, y me encantó la idea de poder seguirles
remotamente la pista: continuar viendo en quiénes les iba transformando el
mundo, en quiénes se iban convirtiendo. Con miedo a lo que pudiera
encontrarme, entré
a la cuenta de Instagram de Vox e hice clic en la pestaña donde puedes
ver qué amigos comunes compartes con esa página. Nueve. Nueve de mis
chicos seguían esa página y, a juzgar por las biografías de sus
propios perfiles y la simbología que envolvía sus cuentas, ninguno lo hacía
precisamente con una finalidad antropológica.
Ninguno de los nueve tiene nada que ver con la
imagen del señorito andaluz montado a caballo por la dehesa que Abascal
vendió cuando vino a Andalucía a hacer campaña. Los nueve eran
simpáticos, ninguno especialmente problemático. Los nueve medianamente
populares, queridos, con una vida sin problemas excesivamente grandes.
Nueve chicos perfectamente normales, de familias de clase trabajadora.
Para siete de ellos esta era la primera vez en la que podían votar y, si se
animaron a hacerlo, me temo que su voto fue para un partido que
quiere destruir la democracia en la que ellos se han criado.
Tratando de desahogarme hice un hilo en twitter. En él contaba mi sorpresa
sobre cómo no me entra en la cabeza que unos chicos tan jóvenes apoyen un
partido que añora el franquismo. Y es que no todos los votantes de Vox son
esas momias vivientes que vemos cada año en las misas del 20 de noviembre en
memoria de Franco. Estos chicos no pueden añorar a un dictador que no
conocieron, pero se han visto seducidos por una retórica que les ha
convencido de que su estreno en las urnas sirva para dar alas al fascismo.
Nueve de mis antiguos
alumnos siguen a Vox en Instagram. Los 9 simpáticos y educados. Todos
varones y de pueblo, de familias humildes, trabajadoras, sin grandes
problemas. Siete de ellos podían votar ayer por primera vez, y parece
ser que la ultraderecha fue quien les sedujo.
👇🏽
Los nueve son varones, nacidos en Andalucía de
familias andaluzas, blancos, heterosexuales y medianamente
católicos; se han criado en centros públicos; han tenido compañeros
de clase de veinte países; han convivido con compañeros LGBT; han
mostrado apreciado y respetado a profesores que, como yo, vivimos fuera del
armario; han sido educados en igualdad, en feminismo, en valores
europeístas. Y, aún así, han decidido usar su primera papeleta para
apoyar a un partido que estaría encantado de expulsar del país a una parte
importante de sus compañeros de aula; de atentar contra los
derechos de sus compañeras, profesoras o hermanas; de tratar de derogar el
matrimonio igualitario; de escupir contra Europa.
En el
hilo manifesté que, de alguna forma, como profesor de Historia me
siento parte responsable de esto: en los nueve meses que pasaron conmigo no
fui capaz de transmitirles la importancia de los valores democráticos y
los Derechos Humanos. Y está claro que tampoco les expliqué bien los
horrores de los fascismos europeos: por supuesto que no se los expliqué
bien… si se lo hubiera explicado bien no habrían votado a un partido
fascista. Tampoco les conciencié de cómo de importante sería su
voto (fuera de izquierda, de derecha o de centro, si es que eso existe) para
el desarrollo del país y de su propio futuro. Y es que los temarios son tan
desmesuradamente largos como la sombra de los inspectores y, cada curso, los
docentes tenemos menos posibilidades de salirnos de lo marcado por el
currículo para detenernos en asuntos del día a día que den soluciones
prácticas a las necesidades cotidianas de nuestro alumnado.
Ahora lo pienso y recuerdo algunas escenas borrosas
de aquellos años. Recuerdo a uno de ellos poniendo los ojos en
blanco la primera vez que pronuncié la palabra feminismo en clase.
Recuerdo a otro con el rostro entre confuso y enfadado cuando le pedí que me
explicase qué creía él que era eso que definía como «lobby LGBT».
Recuerdo cierto desdén hacia las noticias de inmigrantes que llegaban en
patera a nuestras playas. Recuerdo una catalanofobia desconcertante.
Y un abuso, casi agresivo, de la simbología patriótica: la selección de
fútbol, el «a por ellos», el «viva España», el «los españoles lo primero»,
incluso la caza y los toros en algún caso.Pero nunca pensé que lo
dijesen del todo en serio. Por supuesto que trataba de darles un
poco de perspectiva, pero pensaba que simplemente repetían eslóganes
escuchados en casa o en los medios de comunicación para hacerse los
graciosos, los rebeldes, los malotes.
Qué ciego estaba. No era ninguna chiquillada.
Era el germen de un fascismo que, tres o cuatro años después,
acabaría cristalizándose en una papeleta verde, en una urna colocada en el
hall del mismo instituto donde se despidieron de mí, algunos entre lágrimas,
el día que yo me volvía para Málaga. No les sirvió de nada lo poco o lo
mucho que mis compañeros y yo les enseñamos: al final acabaron
siendo fascistas. Fascistas nacidos cerca del año 2000. Fascistas
adolescentes con acento andaluz.
Como cada vez que escribo algo serio en twitter, las
reacciones no tardaron en llegar. El anonimato que procura esta red social
hace que el odio pueda campar a sus anchas, y eso lleva a que allí el hecho
de ser mujer o de cualquier minoría convierta el expresar opiniones en un
auténtico deporte de riesgo.
Reflexionar públicamente sobre este asunto ha llevado
a que varios cientos de desconocidos me insulten de la manera más
variopinta posible (adoctrinador, filoetarra, bolivariano, nazi,
fascista, dictador); a que me deseen la muerte un par de veces; a que
docenas de personas pidan que se me despida, se me expediente o se me
deporte. Parece que, en la nueva España donde la ultraderecha tiene
representación institucional, educar en Derechos Humanos es adoctrinar. Tampoco
ha faltado el insulto estrella cuando eres abiertamente gay y
trabajas con adolescentes: pederasta.
Y es que la ultraderecha ha estado asomando la patita
durante toda la campaña electoral, pero desde el domingo por la noche está
libre y desatada. En su concepto de España sobramos todos los diferentes. Se
sienten ganadores, sienten que ya ha empezado esa reconquista que tanto
ansían. Y ellos mismos me avisan de que esto es sólo el principio. Ahora que
tienen doce escaños me insultan anónimamente. Si en las generales
vuelven a conseguir representación se sentirán más reforzados y lo harán a
la cara. Y si alguna vez llegasen al gobierno pues en vez de
desearme la muerte, me matarían. No es nada nuevo. Ya lo hicieron. Los
mismos que entrarán en unos días al Parlamento de Andalucía ya mataron antes
a otros «por maricón y por rojo».